21 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (33)


33# UNA HEMBRA PARA MATAR EL HAMBRE

A la mañana siguiente me pasé la lengua por los dientes y constaté, ante la soberbia irregularidad de mis paletos, que nada había sido un sueño. La paliza fue tremenda, y eso que me defendí con las uñas, pero hay una máxima meridiana: «No puede más el más fuerte, ni el que mejor pelea, sino el que no teme a la muerte».

—Habrá que poner fundas —dijo Pitusa abriéndome la boca—. Al menos te ha dejado dos mitades, lo justo para el anclaje. De todos modos, la culpa es mía. No tenía que haber llamado cerdo a su mujer.

—No era su mujer, Pitusa —dije, un poco triste, todo hay que reconocerlo—. Sólo era un cerdo.

—Ya. Si es que ya no sé ni lo que digo. Con reacciones tan verídicas y tan buenas actuaciones, una termina por confundir conceptos.

La lengua de Pitusa se introdujo entre mis dientes. Había hueco incluso con ellos apretados. Nosotros también éramos combustibles y, a juzgar por la turgencia de mi tronco y por el hirviente humedal que palpitaba entre las piernas de Pitusa, lo hubiéramos demostrado. Pero una voz dijo:

—Perdón.

Y entonces dejamos eso para otra ocasión. Abrimos la cremallera de la tienda. Sombrero portaba unas ojeras que le llegaban hasta la comisura de los labios.

—La conciencia no te deja dormir —repasé el nuevo filo de mis paletos.

—Perdón —dijo Sombrero—. No sabes lo que me arrepiento, Yoryo. ¿Qué tal los piños?

—Rotos. Quebrados. Mediados. Al cincuenta por ciento.

—Te pago la reparación, aunque no tengo un duro. Pensándolo mejor, te la pagas tú, por los cristales que me jodió tu novia. ¡Que te jodan a ti también!

—En paz —dijo Pitusa.

Salimos de la tienda y le dimos el pésame con austera sinceridad, aunque por dentro seguíamos con el cerdo parapetado. Esto, debido procesos digestivos o cerebrales circunvoluciones que escapaban a nuestra comprensión, se materializaba por fuera y hacía que se nos saltaran las lágrimas en un descojono supino.

—No lloréis —dijo Sombrero—. Chistera murió abrasada, pero contenta. Me dejó una nota. Fue ella misma quien se prendió fuego.

El rostro de Pitusa era un poema de miedo. Alguno de Poe, por ejemplo, pero de los que no hacen gracia. El mío portaba una rima para no volverme loco, más bien de tipo circunspecto: Camiño a pé / e por iso é polo que / vexo omundo tal cal é. (Celso Emilio Ferreiro). Vamos, sin demoras, que yo seguía visualizando el gocho y la mujer de Sombrero no era para tanto.

—La enterré en una ceremonia íntima —continuó—. Totalmente.

—¿Totalmente? —pregunté. Y es que no entendía ese concepto en su totalidad.

—Bueno —dijo Sombrero—. Totalmente no. Digamos parcialmente.

—¿Parcialmente? —preguntó Pitusa—. Y es que sólo de forma parcial comprendía ese concepto.

—Tenía hambre —confesó Sombrero, y dibujó en su rostro un carboncillo de arrepentimiento—. Yo de mi mujer me comía hasta los andares. ¡Menuda hembra!

 


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