8 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (30)


30# PROMESAS, CONTRASEÑAS, VENGANZAS


Los uniformes salieron del jeep. Venían todos sacando pecho y el de mayor rango, a la cabeza del batallón de imbéciles, arrastraba los pies sobre la tierra levantando esponjas de ceniza. Detuvo la marcha en la puerta de la garita. Los perros falderos pararon en seco a la altura de Sombrero. Nosotros estábamos en el centro del patio. El jefe levantó la cabeza y quiso saberlo todo. Sombrero repitió la historia del turco palabra por palabra, punto por punto. Cuando llegó a Jenofonte los uniformes se mesaron los pelos de las perillas y luego intentaron apoyar el mentón en la nuez. Pero eso era, decidieron, como chuparse el codo. Pensativos. Absortos. Un verde se puso rojo. Ignorante. Los demás sufrían su ictericia. Amarillos. Verdes de envidia. Sombrero, incoloro. El de mayor rango, pálido, blanco, divisó los cristales rotos. Se lo imaginó.

—¿Los pájaros? —preguntó.

—Ambos carpinteros. El cristal estaba limpio. No lo debieron ver.

—Metan al turco en el paquete —resolvió, desenrolló el plástico—. Sean compactos —solicitó.

A Sombrero:

—¿Y los carpinteros?

—Uno se lo devolví a Pitusa y el otro se lo devuelvo ahora —dijo Sombrero, y nos tendió la navaja multiusos.

—¿Es usted la dueña de los pájaros? —preguntó el superior.

Pitusa dijo que sí, se guardó la navaja y señaló al muerto.

—¿Es que no van a investigar las causas? —dijo.

—Las causas —dijo el uniforme—. ¿No ha dicho Sombrero que tenía problemas de salud? Sombrero, ¿no lo habías dicho?

—Seguro que sí —dijo Sombrero—. Esta gente no presta atención. Van a lo suyo.

Nos largamos a lo nuestro, con un suspiro resignado pillamos el sendero. A los lados del camino se erguían los corazones de hoja irregularmente dentados. Pelos de melocotón. Unas flores amarillas de cinco pétalos. El fruto de la planta era sostenido por un largo pedúnculo.

—Estos deben ser los pepinillos del diablo —dijo Pitusa.

—Es lo único que queda.

—Y nosotros. Y Sombrero. Y la mujer de Sombrero.

—No, la mujer de Sombrero no. Su sombra.

—Y los uniformes —dijo Pitusa.

Nos pusimos a follar. Teníamos miedo. No se puede follar con miedo porque el miedo desgasta. Follar desgasta. Quizá no fuera miedo lo que sentíamos sino la monotonía del camping. Un asesinato es divertido, pero una masacre desgasta. En cualquier caso, lo hicimos sin hablar, mecánicamente. No sudamos ni una gota, yo ni siquiera me corrí. Pitusa sí. Pitusa siempre se corre. Aunque tenga miedo, aunque se aburra.

—¿Te quieres casar conmigo?

—Pues claro.

Nos abrazamos. Lloramos. Nos prometimos varias cosas, las típicas cosas que se prometen las parejas que van a dar el paso.

—Fidelidad.

—Sinceridad.

—Complicidad.

—Confianza.

—Comprensión.

—Algo de sexo.

Pitusa prometió.

—Nos quedan dos días. Nos vamos —dije.

—Pero antes una última cosa.

—Venganza —dije.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).

Pitusa confirmó.

—Y de la chunga.

Compramos un cerdo en la carnicería de un pueblo cercano y un bote de combustible para mecheros. Lo llevamos todo a nuestra tienda. El cerdo no cabía, el bote sí. Decidimos meter el bote dentro del cerdo. Le abrimos un boquete en el vientre. Después cogimos una carretilla que andaba por ahí, volcada, abandonada, oxidada. Una mierda de carretilla. Esperamos. Mientras esperamos nos pusimos de acuerdo. Pitusa propuso un verso de Bukowski para pasar a la acción.

La contraseña.

—«Y los pájaros se habían ido, a ningún pájaro le gustan los cables».

—No. Mejor uno de Alberti. «Luzbel de las canteras sin auroras».

—No —dijo Pitusa—. Es imposible de calzar.

—Pues entonces.

—Pues entonces algo de Pavese: «Si una mujer sabe a esperma y no es el mío, no me gusta».

—Demasiado melancólico, señor melancólico.

—Señor melancólico.

—Vale —aceptó Pitusa—. ¿De quién es?

—De Pitusa.

La noche, por fin, se metió una hostia contra el suelo. Descendió de golpe y todo se tornó oscuro. Hacía tiempo que las farolas habían dejado de iluminar. Todo lo hacíamos de memoria. El recorrido a la garita, la vuelta hacia la tienda, el camino de las duchas, el camino de los baños. El camping estaba ausente, muerto, rígido. Una polla suelta, desmembrada, cadavérica. Un hueso lleno de tendones de goma.

Fue un éxodo masivo. Las últimas parcelas habitadas quedaron vacías. Sólo nuestro pequeño cubil se erguía presidiendo la impostura del terreno, los cuadros de césped amarillo.

Al amparo de la noche y de la luna ausente, llegamos a puerto y atracamos en los baños. Siempre, en todo momento, tuvimos presente la posibilidad de volver a ser incrustados en el círculo. Parapetados detrás de los árboles grises, la misión fue muy sencilla y, con el orgullo pintado en los mofletes sonrosados, descargamos el cerdo en los cagaderos.

Deshicimos el camino. Llegamos a la tienda. Me bajé los pantalones y saqué la chorra. Pitusa me miró vacilante. Se la coloqué entre las cejas.

—Jojojo —me reí—. Mira que sombrero más guapo, qué bien te sienta.


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