7 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (14)

14# CON LAS MUJERES NO HAY MANERA

Hay directrices que por mucho que nos duela es necesario seguir, consejos que hay que agradecer, órdenes que debemos acatar más tarde o más temprano. Por si fuera poco nos picaba el cuerpo una barbaridad y por el canto de un billete no habíamos pillado garrapatas, que aquel gato las tenía bien amarradas al lomo y, aunque a nadie se le ocurrió darle un mimo, una última oportunidad, o quizá rescatarlo de esas rémoras, yo al menos lo venía pensando. Pero para qué llevarlo a cabo. El gato estaba muerto y cuando estaba vivo ni se quejó, los gatos no se arriman a esos palos ni son melindrosos por naturaleza. Pero ya que estamos, lo diremos todo. Es verdad que existe un gato —existió, quiero decir, porque ya no existe— que se quejaba de un gallo y bebía coñac. Se lo leí a un francés de nombre ruso que también dejó sentado que con las mujeres, por una cosa o por la otra, muchas veces no hay manera. Iremos viendo si andaba errado. Pero nuestro gato nada tenía que ver con ese gato. Era más taimado, más noble, y yo nunca le vi quejarse de sus parásitos porque sólo le vi una vez y cuando le vi ya estaba muerto.

Así que, como decía, como escribía, penetramos en las duchas, vacías a estas horas de la mañana, y empezamos a rascarnos las espaldas con jabón. Al rato, se me cayó la pastilla al suelo. Me pareció muy oportuno permitir que descendiese ese nivel.

—Tú a lo tuyo —me dijo Pitusa—. Recoge la pastilla.

—Cagando cerillas —dije, sumiso, y me arrodillé rápidamente.

Hay que saber cuándo las mujeres quieren las cosas para ayer y cuándo para mañana, pero yo no acertaba en el caso de Pitusa, que suele querer siempre. Ahora bien, no hay por qué arriesgar: más pronto que tarde esta muchacha hiperventila.

Le ofrecí todo el bloque y ella, con una torpeza mal disimulada, lo dejó caer al piso.

—Vaya por Dios —dijo, y adoptó la postura necesaria para recoger la pastilla—. Este jabón tiene los nervios de punta.

Hicimos el amor bien lubricados y ay, resbalaban nuestros cuerpos en el tobogán de una pátina de gelatina, utilizando lo que ya considerábamos una especie de cera sexual polivalente, polifónica en sus más diversos alaridos y adherida a nuestras pieles como una segunda piel, la vestidura estival de los mamíferos más fieros. Salimos impolutos y a mí me pegó un rayo de sol en los testículos —con la prisa no llevábamos toalla y nos secábamos al aire— y, como un cristal bien pulido, reflejé con el escroto varios puntos de luz en diferentes zonas de la plaza. A Pitusa le ocurrió lo mismo con los codos.

Y allí estaban los campistas, y muchos de ellos se llevaban las manos a la boca, equivocando el sentido, pues no querían ver el bodegón y su gesto les impedía hablar. Parecían atemorizados y quise pensar que era por una cuestión de tamaños, muy típica de los bárbaros, que fuera de sus casas todo les resulta mejor, más sabroso, con el prepucio más gordo. Pero no era esto lo que quería mostrar. Sinceramente, lo sorprendente no era mío. Pitusa comenzó a sentirse amenazada y trotó, con la consiguiente ovación del vecindario. Para mí no era carne nueva, ni movimiento digno de mención. Pero para los novatos las tetas de Pitusa eran mortíferas. Entonces comprendieron que su gesto originario y más intuitivo era el acertado y los que se habían tapado la boca, dejando expedita su visión, ahora agradecían sus errores aparentes.

Llegamos corriendo a la tienda y nos metimos en los sacos con el pelo mojado. A través de un agujero pudimos ver al elegante búho que, marcial, recto como el trayecto de una bala, nos vigilaba por la misma vía.

—Este agujero lo hizo el búho con el pico —dije—. Me apuesto unas monedas.

—Ese pervertido me cae de puta madre —dijo Pitusa—. Uh-uh-uh.

—No te va a contestar. Los búhos sólo parlan al auspicio de la noche.

—Uh-uh-uh —contestó el búho, sólo por joder.

—Y me ha guiñado un ojo —dijo Pitusa muy contenta, con un ojo cerrado y otro abierto.

—Contigo no hay manera —habló Boris Vian utilizando mis aperos fonadores y, a través de los mismos, mis deditos rápidos.

Llevaba razón el de Ville d’Avray. Con Pitusa uno nunca estaba seguro de nada. Tan pronto despreciaba tus ojos como se entregaba a ti desaforadamente, como si fueras tú el único gallo del corral, la única persona indicada para recibir sus caricias, sus pérfidas maldades, su cuerpo entero, su inquietante pasión de espasmódica nínfula. Y dentro de ese milagro representado en su misma piel tú, yo, todos los gallos seremos algo parecido al absurdo. Porque nos anula con su sola presencia e intuimos que no somos dignos de su posesión.

—Pitusa, contigo no hay manera. Pitusa, contigo no hay opciones. Pitusa…

—Calla, tonto —me susurró al oído—. ¿Te la chupo?

Pitusa siempre iba recto, de frente, al grano. Sin rodeos. Se hacía entender.

—¿Te la chupo?

—Sí.

—Slurp.

Así era Pitusa.



No hay comentarios: