1 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (11)

11# HASTA LAS PELOTAS DE LOS MUERTOS
 

—Noticias frescas —gritó Sombrero y, al mismo tiempo, abrió la cremallera de la tienda.

Asomó la res la cabeza o viceversa, que viene a ser idéntico, y perdón por la repetición. Pitusa, asustada, se tapó las tetas con mis manos, pero no contaba yo con suficiente anatomía y se tuvo que apañar con mis palmares.

—¿Dónde estoy? —preguntó, desconcertada.

—Coño —dijo Sombrero—. En el camping de Sombrero.

Nos incorporamos. Mis manos se vinieron abajo por culpa de una patata de tierra, la de Newton, y Pitusa, más ancha que larga, se marcó un meneo indecoroso. Las volví a subir sólo porque el señor Arquímedes inventó un tornillo elevador de agua. Todavía se lo debo. Eso y la explicación del principio de palanca, del que me he servido en varias ocasiones para abrir cajas de vino y ataúdes de maderas diversas.

—Me hubiera comido esos flanes —dije.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).

—No te jode —dijo Sombrero—. Y yo con nata y caramelo.

—Saca de aquí la cabeza o te la parto en dos mitades —relinché. Mira que soy penco.

—Vale. Bien. Correcto. Ni cinco mil palabras más. Os espero en la garita y os lo cuento. Mi mujer ha preparado un desayuno digital.

Sombrero cerró la cremallera. Tuvimos serias dificultades para creer lo que estaba pasando. Sobre todo el que suscribe, que todavía no había encajado bien el golpe y es celoso por naturaleza, amén de otras cualidades que los hombres conservamos influenciados por el ordo naturalis.

—Y yo pensando que iba a ser el último que te viera las peras —dije meneando la cabeza hacia los lados, pues aún conservaba en mi interior el bamboleo mamario.

—Sabes que tú eres mi único frutero —apaciguó mis ánimos maltrechos, Pitusa—. El de confianza.

Entre tanta vaina y vitamina, se nos abrió un apetito caníbal. Nos metimos en la olla y encendimos el fuego con sarmiento, que dicen que pone las chuletillas a tono. Pitusa echó unas cebollas moradas y yo, para darle un poco de enjundia, quise meter nabo, aunque sólo fuera un brote tierno.

—Quieto —dijo Pitusa—. Eso no marida bien con el potaje.

Entonces nos quedamos como piedras en el caldo y nos dejamos mecer por el borboteo del cocido. Que bajen los demonios si hay cojones y me vean si les place, pensé, aquí, escribí, con la epidermis troceada y fulgurante el termostato, y si no descienden que lo digan, que ganas tengo ya de conocerles en persona y esas cosas se avisan.

Me limpié con la camiseta de Pitusa. No le pareció una idea excelente, pero se la puso de todas formas.

—Donde hay confianza los cerdos están de enhorabuena —dijo.

Le comenté lo que había soñado, toda aquella letanía sobre el deber de darnos al ocio y al fornicio, sin preocuparnos de las cosas que ocurrían en el camping. ¿Nos queremos?, me imaginaba que decía. Y añadía:

—Pues a bregar, coño.

—Y lo mortecino —dijo Pitusa— me lo paso por el […].

—Coño —intercepté su bravo remate, y luego despejé la bola—: Cuando los elefantes luchan, quien sufre es la hierba. (Proverbio africano).

—Yo también he tenido una pesadilla —confesó Pitusa cabizbaja—. Un búho me picaba los ojos y no me habían puesto anestesia. Lo pude ver todo, sin más remedio, porque veía a través de los ojos del búho. Pero me sentía reconfortada porque el búho eras tú.

—Hay que ver, Pitusa, lo artística que resultas cuando te pones romántica. Así no hay quien recupere el neoclásico.

En todo ese trecho yo seguía apretando sus pechos y, como el contacto hizo poso, nos besamos, nos vestimos, no hicimos nada perverso porque el hambre nos fustigaba con su encuerado azote. Decidimos, pues, ir a la garita. A estas alturas Sombrero nos caía realmente gordo, pero su magnetismo estaba fuera de toda duda. Era —así lo sentíamos— como uno de esos imanes que se pegan al frigorífico y si desaparecen porque se han caído, por ejemplo, ya no vives igual de suelto y todo lo relacionas con el imán, con la fuerza del imán, con el frigorífico o con los musulmanes.

—Vamos —dijo Pitusa, y me sacó de mis gélidos e islámicos pensamientos, cosa que agradecí.

Sentí en mis carnes el estremecedor pálpito de las nuevas variables. Por ese flanco se deslizaban mis temores. Pensé: ¡Noticias frescas! ¡Qué cojones gordos tiene el tipo! Sospeché: ¿Alguien ha muerto? ¡Qué cojones gordos tiene el tipo! Como si la muerte, en su sabiduría oceánica, sólo fuera un pescado envuelto en una hoja de periódico.

—Iremos —accedí, pero si no lo escribo exploto:

Estábamos de vacaciones y hasta las pelotas de los muertos.

1 comentario:

Jesús Garrido dijo...

pego, leo, copio y autoenvío