6 de junio de 2011

ARS MORIENDI (1)

Affreux mur
affreux voyage
affreux nuit

où-suis-jur?
où suis-joye?
où suis-juin?

nulle part
nul pur
nulle page
nul puits

un jeu simple
que j'invimple
dans la nuimple

RAYMOND QUENEAU
Affreux mur


 
#1# LO QUE MAL EMPIEZA MAL ACABA



Pitusa llegó al camping cuando llegué yo. Es lo que tiene compartir motocicleta. La coincidencia no me molestó lo suficiente, ya que veníamos juntos y era nuestra intención, tal como acordamos, volver del mismo modo y utilizar el mismo vehículo. Tampoco me pilló por sorpresa, como escribo, porque durante todo el trayecto ya venía sospechando que no viajaba solo. Dos manos me apretaban la cintura, una boca respiraba en mi cogote su aliento dulzón, y escuchen: hay que ser idiota para no darse cuenta de que llevaba un paquete detrás y dos petates a los lados. En kilos, calculando por encima, un total de dos quintales métricos, indecorosa cifra en la que me incluyo. Mucho se quejaron las ruedas de la moto por el exceso de carga y en cada curva escupían goma para indicarme su desconcierto y hacerme comprender lo arriesgado que resulta muchas veces proceder de cualquier forma. Sin embargo exageraban y no estaba yo, que me llevaba el demonio de lo rápido que iba, para contemplar las absurdas peticiones de mis neumáticos de caucho.

La historia comenzó como tantas otras que ya se han escrito, con la aparición de un personaje ficto y secundario que no tardará mucho en devenir primitivo. Y, en esta ocasión, el muy palurdo nos dijo que era cazador de sombras y que le llamásemos Sombrero, o señor Sombrero, que era así como le gustaba denominarse.

—Pero mejor Sombrero —dijo Sombrero. Y no le faltaba razón cuando lo vocalizó, pues no era necesario un estudio exhaustivo de su pinta para darse cuenta de que este señor de señor tenía lo que yo de iguanodón, ese reptil del Cretácico.

Pero no terminaron aquí sus informes. También nos dijo dónde se encontraban las duchas y los contenedores de basura y que podíamos pagar al final de la quincena, que se fiaba de nosotros —con nuestra pinta de recién casados—, que hacíamos buena pareja y fue tan amable, tan señor de su casa, tan indiscutiblemente cortés, que nos obligó a dudar de la inteligencia que de forma arbitraria nos habíamos otorgado, tontamente quizás, en un remoto instante de la vida en el que todavía éramos ingenuos y, por ello, absolutamente vírgenes. Pero de eso ya han pasado varios meses y no me queda otra que volver al tema.

La condición de sospechoso planeaba por encima de sus pelos sucios y no miento si digo que antes o después —que esto es algo indistinto— tal categoría se le iba a desplomar sobre la crisma. Porque planeaba, sí, pero bajo, y ya sabemos que determinadas elevaciones repentinas suelen tardar en caer lo que tarda un gallo en cantar las veinte.

En ese momento, a las ocho de la tarde, no le dimos demasiada importancia al asunto. Un tipo raro con ganas de conversación, un espectro solitario entre el mar y la montaña, pensamos, un animal acostumbrado a dar la tabarra a los clientes y a cogerles por los huevos cuando le ofrecen la mano. Nada peligroso, nadie capaz de hacer el mal, el típico tipejo con ínfulas de buen conferenciante, seductor de tontos e insistente plomizo.

Montamos la tienda en la parcela que nos indicó y, como se nos hizo tarde, quisimos cenar algo. Le preguntamos a Sombrero y nos dijo que el restaurante del camping era más bien un local de mala muerte, un chigre de tortillas terciadas con huevos pochos, y que mejor compartía con nosotros los riñones al vino que le dejó su mujer. Calentamos los órganos en el microondas de la garita mientras Sombrero se fumaba un puro bastante gordo cuya base, ensalivada hasta la extenuación y productora de muy diversos ascos que provenían, sin duda, de diversas cavidades orgánicas, se introducía en la boca fumadora y retornaba a nuestro mundo como cualquier polla con suerte.

He de reconocer —como más tarde reconocí— que los riñones olían a riñones y no a reno, lo que deduje de la penetración de mi pituitaria en la garita y a juzgar por el desorden y las pequeñas mierdecillas incrustadas en el suelo. Sombrero seguía con el puro aplastado entre sus dientes y tragaba el humo como un buzo sin bombona. Fue entonces cuando le pregunté —directo, mirándole a los ojos— en qué consistía exactamente su trabajo como cazador de sombras.

—Nada —dijo—. Cuando sale el sol salgo de caza y las cazo. ¿Quieres un puro? —tuteó a Pitusa impunemente, y le alargó un habano mucho más gordo que el suyo.

Supongo que vio el desconcierto pintado en mi rostro, que es donde se suele pintar el desconcierto y, acto seguido, me lanzó una voluta que me borró la expresión de la cara y me puso de mala leche para toda la noche.

Pitusa le seguía el rollo.

—Ah, sí, cazador de sombras, señor Sombrero, para eso hay que tener talento, no puede ejercer cualquiera la profesión.

Y encima, según parló el abejorro, siempre sacaba algo de tiempo para atender a las necesidades de los campistas, enfangados en sus problemas domésticos y lamiendo sus pequeñas heridas del alma.

—Huelen bien esos riñones —le dije reconociendo implícitamente las aptitudes culinarias de su mujer y por ganarme la pitanza, pues había llegado al camping masticándome la lengua y cualquiera sabe dónde se encuentra esa esbelta línea que nos separa de la antropofagia.

Pitusa confirmó:

—Su mujer es diestra en el manejo de los fogones.

—Mi mujer es zurda para todo menos para lanzar piedras —dijo Sombrero—. Para decir tonterías mejor cerramos el morro.

Parecía muy contento con nuestra presencia, le agradaba la conversación quizá porque de pronto y por sorpresa —que esto también es algo indistinto— se nos vino encima el parlamento y no supimos cómo esquivar la sobaquina. Todo ello porque desde hacía unas semanas sólo llegaban guiris al camping y no tenían estos amigos de lo ajeno, según nos dijo —como si él fuera poligloto—, facilidad para los idiomas.

—Aquí viene gente de fuera, muchachas que no se depilan los sobacos ni las ingles. Pero ahora estáis vosotros y claro, la cosa cambia. Voy sacando el orujo y nos trincamos unos chupitos —dijo— y nos vamos calentando, que la noche de la costa es fría y bastante larga, por si os interesa el comentario.

—Pues la verdad —le dije sin amilanarme—. No quiero ser descortés, pero lo que usted dice me interesa más o menos media mierda.

Sombrero apenas me largó una mirada por encima de su nariz —véase una mirada común, normalizada, una mirada que yo llamo insensible— y llenó tres vasos de orujo acompañándolos de un nuevo comentario.

—Para hacer bien la digestión —dijo—, este orujito blanco.

—Son fuertes los riñones de su mujer, señor Sombrero —dijo Pitusa masticando trabajosamente las filtraciones de la nefrona.

—Cierto —dijo Sombrero—. Aunque hace ya tiempo que dejó de levantar pesos. Anda mal de los riñones, ¿sabes?

—Nunca drenamos lo suficiente —le dije yo, haciendo acopio de mis electrolitos más hilarantes—. Y su mujer, claro, no confirma la regla.

Sombrero dejo vagar su mirada perdida, acción por lo demás redundante pero no exenta de rigor caracterizador y rememoró, enternecido, pasados ciclos lunares.

—Qué tiempos aquellos, amigo mío.

Pitusa esbozó una sinapsis ligera y luego, la muy perra, se quitó la chaquetilla y ya sabemos lo que pasa cuando una mujer como Pitusa —con las tetas de Pitusa— muestra sus apreturas. Sombrero notó el cambio y le vi calcular mentalmente ciertas ecuaciones de grados aleatorios, pero se hizo un lío con los números y no digamos con los despejes. Entonces nos dio una explicación que convenció a Pitusa pero no a mí.

—Soy cazador de sombras porque mi padre, que en paz descanse, también fue cazador de sombras. También soy el encargado del camping —dijo y sorbió el orujo.

—Permítame que le diga, señor Sombrero, que está usted como una puta esterilla. Lo que dice —dije— no tiene ningún sentido.

—Sí que tiene sentido —terció Pitusa, y le calcé un soberano latigazo en el culo, todo ello imaginario, pues me vuelvo cobarde cuando se trata de hacer las cosas en serio y fustigar tampoco es lo que mejor se me da—. Tú eres escritor porque tu padre lo fue —añadió y, con la misma fuerza de sus palabras, le traspasé siete ladillas hambrientas. Luego retorné, volví de donde me encontraba rascándole a Pitusa fuertemente el colodrillo y pidiéndole perdón, un lugar entre la ficción y la realidad al que volvería a menudo. Hablé así:

—Yo soy escritor porque me sale de los huevos y porque no me van las profesiones serias —admití—. Mi padre, Pitusa, nada tiene que ver en el asunto.

Sombrero parecía divertirse con nuestras cuitas y nos preguntó si estábamos casados. Los dos esperaban mi respuesta pero yo sólo abrí la boca para soltar un bostezo del calibre de un obús. Mi mandíbula, a raíz de la desmesurada apertura, consiguió crear su propia onomatopeya.

—Sí —mintió Pitusa y, observando mi reacción como por encima de unas gafas de coser, se llevó el vaso a los labios y yo le partí el mío en la cabeza. El orujo encontró suelo.

Sombrero no se sorprendió. Ni siquiera en lo más perverso de mi imaginación logré arrancarle al tipo una reacción natural.


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