2 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (27)


27# LOCUS EREMUS


—Si hubieras agarrado el martillo como me agarras la chorra, o […] —le dije a Pitusa de camino a la tienda.

—Tra polla te cantaría —completó—. No me atormentes.

A la mañana siguiente varios coches y caravanas tiraban pedos negros de humo gris. Se iban. Dejaban el camping. Unos abandonaban por la inercia del miedo, otros, simplemente, daban fin a sus vacaciones y, de forma abrupta, se precipitaban sobrecogidos hacia sus vehículos, dejando un rastro de arena y polvo, una estela de rebeldes partículas que descendían del aire y se posaban luego sobre el suelo gris, pedregoso, helado, lleno de fieras. Abandonaban como si los llevara un impulso incomprensible y cobarde, como si huyeran de una muerte segura, o no tan segura, pero la posibilidad de la muerte ya bastaba para hacerles desaparecer.

La hierba amarilla de las parcelas delataba sus días de ocio, figuras portátiles de hogares portátiles, y la mayoría sólo dejaba la estela de un recuerdo imborrable, aquel de los días en que los extranjeros murieron. Llegaron las alimañas, los ratones de finos dientes, las más ardientes víboras reptaban, quebradas, a través de sus propios circuitos dislocados de odio. Pero sus captores éramos los hombres viles, aunque para esto hay diferentes niveles y grados. Descabezada una, salían tres de su escondite acompañadas de serpientes de cascabel, de reptiles desconocidos y acaso extinguidos, formando un ejército compacto, heterogéneo, sonoro de los más primitivos terrores.

Todo comenzó a pudrirse. Los árboles perdieron las hojas, que no tardaban en convertirse en ceniza mucho antes de tomar tierra, y las farolas se oxidaron como si hubieran pasado tres meses. Todas las plantas perdieron la turgencia y sus flores, llenas de vida y color, desaparecieron. En realidad, pocas cosas permanecieron.

El cielo se oscureció, las nubes se compactaron por encima y por debajo de nuestro campo visual. Todo en el perímetro se tornó negro y nosotros habitábamos el círculo central. Primero fue el cuadrado, luego el círculo. Sólo contábamos con dos dimensiones y a partir de ahí nada existía. Alcanzábamos con la vista lo que teníamos delante. También, si nos dábamos la vuelta, podíamos ver lo que teníamos detrás (o delante, si nos dábamos la vuelta). Pero siempre dentro del círculo. Laterales negros. Cielo negro. Debajo de nuestros pies, todo negro. Aumentábamos de tamaño pero perdíamos nitidez en función de oculares arcanos. Y vino la ceguera por sorpresa. Y todo, incluso nuestro círculo, se volvió negro. Y se acercó Sombrero tapando el catalejo con la mano y entonces volvimos a ser, a estar. Y resultamos. Y parecimos. Y todo fue muy copulativo.

Aquí, centrado, debería ir un cuadrado negro con un círculo blanco en el medio. Y otro cuadrado negro stricto sensu. Debido a mi inutilidad para hacer tantas cosas que otros harían en lo que se tarda en decir "mínimo común múltiplo", me veo en la obligación de insertar este comentario (que no forma parte de la novela ni lo necesita, al igual que otros 75 párrafos que, ¡los he contado!, tampoco aportan cosa seria) para decirles, queridos amigos, que estoy hasta el epídimo (anda por el escroto), de cortar y pegar sin resultado. Resumiendo: que el párrafo que sigue no tenía sentido antes, cuando los cuadrados estaban dispuestos en lugar de este párrafo, ni tampoco ahora.

[Explicación de los cuadrados: El primero, de fondo negro, contiene un círculo blanco. El segundo es completamente negro a causa de un pigmento de carbono. Entiendo que, si vamos más allá del axioma, puede parecer un búho tuerto (en lo alto de la foja) o, si le ponemos una pizca de imaginación y entornamos los ojos, el mismo búho a punto de despertarse. En el círculo blanco —el del primer cuadrado—, estábamos Pitusa y yo. Allí nos metió Sombrero cuando agarró el catalejo. Cuando lo tapó con la zarpa, evidentemente, nos perdió la pista. Esto explica el color negro del segundo cuadrado. De todas formas se trata de un ejercicio para echarle varias horas y no tenemos tanto tiempo, de ahí que lo dejemos aquí para regocijo de aquellos escritores que últimamente tienen a bien insertar gilipolleces entre las páginas de sus escritos].


—Ese cabrón nos vigilaba —me dijo Pitusa delante de Sombrero.

No se incomodó el interpelado.

—Con el puto catalejo, sí. Muy observadora.

—Con el puto catalejo —dijo Sombrero— os veo hasta el martillo.

—¿Qué martillo? —se incomodó Pitusa, que todavía recordaba su asesina torpeza.

—El huesecillo —dijo Sombrero—. Pero si te refieres al mazo que te guardabas en las tetas, el que se te escapó por la ventana, con el que me jodiste los cristales, el bazo asesino, ejem, el mazo asesino, quiero decir, la cosa es luminosa. Para verlo de cerca no me hacen falta catalejos. Aquí lo tengo, sobre mi mano. Mira.

Sombrero nos mostró el martillo.

—Como podéis observar, es el pájaro carpintero que me rompió la ventana ayer por la noche.

—Uy, sí, qué mala baba —dijo Pitusa.

—Los pajarracos —dijo Sombrero—. Malditos politoxicómanos.

La sombra se precipitó sobre nuestros pies. Era minúscula. No se podía percibir con claridad aunque los tres pudimos percibirla sin problemas. Era un tábano, o una mosca grande, o una cigarra pequeña. Sombrero trincó la sombra, la cazó con una mano llena de nudillos correosos y luego nos permitió visualizar su palma y lo que en ella vimos nos hizo recular. Algo negro, intangible, se retorcía de dolor en el pliegue de la vida, convulsionaba como una bacteria con sarna. Un vapor denso, un gas petrificado, tal vez un organismo que ascendía con prisa y el tábano, o la mosca grande, o la cigarra pequeña, imitando los movimientos de la sombra, a escasos centímetros de la mano de Sombrero. Cerró el puño y el animal se desplomó sobre el suelo con un bombazo que levantó varias capas de ceniza. Pero su alma, la pulsión de su sombra, seguía latiendo todavía en la sobrecogedora manaza.

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