29 de julio de 2011

ARS MORIENDI (10)


10# NO ME GUSTARÍA ESTAR EN MI PELLEJO


—Deberíamos irnos —me dijo Pitusa ronroneando dentro del saco—. Apenas llevamos en el camping unos días y ya van tres, sin contar el gato.

—¿Le sacaste los ojos? Di.

—¿Te caben dudas?

—No. Digo sí. Bueno, seamos cautos. No me decanto por ninguna respuesta.

—Maldito zorro —se incendió, arrugada como una pasa—. Dejando a un lado tu genoma, dime: ¿Es ésa toda la confianza que en mí depositas?

Prolongué ese simpático bucle.

—No. Digo sí. Bueno, seamos cautos. No me decanto por ninguna respuesta.

Pitusa me agarró por los huevos y me hizo una pregunta que no pude responder, ni siquiera la entendí, ya que sus deditos se aferraban a mi piel mullida y la posibilidad de articular una palabra se me antojaba una tarea irresoluble, un reto por lo tanto, así que, contra todo pronóstico, lo intenté:

—Hijadeput […] —dije, y no lo conseguí por una letra.

El giro vino a ser de unos 233 grados sexagesimales —451 Fahrenheit, calculo, pero soy de letras—, lo que chamuscó mis pelotas de cartón, cuyo carácter taimado favoreció sin duda la sofocante canícula.

—El puto búho —dijo Pitusa, y soltó repentinamente mis cenicientas nueces, que danzaron en el aire sorprendidas por la afinación de una orgiástica melodía. Rebotaron varias veces contra la gravedad, retornando otras tantas a mis cordones espermáticos—. Ése pájaro embravecido le sacó los ojos.

Recuperé mi figura tras la testicular torsión. Pitusa se tranquilizó y me acarició la manta. Arrepentida, sacó un poco de crema de una bolsa de mano. Venía lo bueno, y llegó con la intencionalidad de un soberbio masaje deportivo cuya crueldad, como fácilmente puede imaginar cualquier defensor del realismo más impertinente, era deliciosamente intolerable. Aparecieron las primeras babas —ese líquido preseminal tan lubricante— y yo le pedí serenidad, le imploré una buena dosis de sosiego, pues todavía me encontraba convaleciente y más vale hacerlo suave que ir saltando de pliegue en pliegue.

—Vale, fiera —me dijo—. Te doy cinco minutos.

—¿No has oído la recomendación? —volví a lo primero que dijo, allá en los inicios del capítulo—. Esos palurdos son capaces de meternos internos.

Mi escroto se fue descomprimiendo y retornó la elasticidad de mis pellejos. Las manos de Pitusa eran, para estos menesteres, las manos de una diosa fisioterapeuta o de una heroína con zarpas de medusa urticante —que ni sé si existe ni existió algún día— y, para comprobarlo, acepté revisar mentalmente y de cabo a rabo la teogonía de Hesiodo, revisión que devino agotadora pues fueron trabajos y días perdidos, ya que no encontré rastro de Pitusa ni de la madre que la trajo al mundo, que Dios confunda —a la madre que la chiscó, escribo-digo, que el mundo no tuvo ni tiene culpa de nada, es un decir— y, si es posible, que no resucite al tercer día, y menos al cuarto, que Pitusa ya venía huérfana de los dos sexos cuando la conocí.

Rojos los tenía, los cascabeles, y me quejaba mucho porque ambos me picaban un huevo —lo que son de cucos los componentes del signo lingüístico—, pero haré notar que este color, el primero del espectro solar, siempre fue, precisamente, uno de mis favoritos.

—Uh-uh-uh —terció el búho, quizá sintiéndose culpable por el lío en el que nos había metido.

—Podías haberte comido el gato entero —le dije—. ¡Oto de mierda!

El búho, ofendido hasta las uñas, incrustó una garra en su esplendoroso plumaje.

—Uh-uh-uh —repitió.

—Uh-uh-uh —dijo Pitusa—. Jojojo, qué búho más gracioso.

—Uh-uh-uh —sonreí yo, y lo que son las cosas.

Me sentí mejor, más nutritivo y entonado, razón de más para no alargar innecesariamente una penetración que por otro lado me venía de fábula para descargar mi mala leche, leche maliciosa, leche infecciosa en esa férrea coyuntura y, por qué no plasmarlo por escrito, radiante de células germinales. No me fui por la tangente. Muy al contrario, lo hice así:

Coloqué a Pitusa en posición de furor salvaje, mirando hacia la cremallera de la tienda, como dicta el maestro Vatsyayana. Yo, por cierto, también miraba hacia ese lado. Con el ojo vago, o de lejos, podría parecer que me estaba calzando un pony, pero quien relinchaba era Pitusa que, gracias a mis carnes, tenía tubo para rato.

—Uh-uh-uh —seguía ella con lo suyo, dialogando con el oto del demonio.

—Cierra la cremallera —supliqué, a una micra de anegar el oleoducto.

Pitusa cerró la tienda alargando los brazos. No tuvo más opción, por lo tanto, que dejar de pellizcarse los botones.

—Que cierres el pico —insistí, pues no me hacía caso.

El búho, por fin, guardó un silencio de sepulcro. Cualquiera diría que se le había muerto un pariente.

La luna colgaba de la noche, pero no pudimos ver su péndulo. Nos dormimos abrazados, muy juntos, en el mismo saco, como en los comienzos de nuestra relación, cuando detalles como éste eran lo único importante.

No podemos dejar que lo mortecino nos joda las vacaciones. Esta es la oración que se me vino a la cabeza, justo antes de dormirme. Para que vean que también tengo mi punto tierno —soslayándome el cipote de forma recíproca—, agregaré que el intervalo, sin embargo, fue demasiado largo para mi gusto y sarcásticamente entretenido.

Pitusa no soñaba o, al menos, no se despertó para decírmelo. Pero sudaba a chorros, se retorcía como un reptil sin cabeza. Debía ser muy bruta, su pesadilla, porque al poco atrapó mi dedo entre los suyos y ella misma, sin previa solicitud de ayuda, se lo introdujo rectilíneo y hacia arriba a través de un adverbio de tiempo que no quiero ni mentar. Rasgueó sus cuerdas vocales para decirle a Sombrero maricón, bombea un poco más fuerte, y yo no sabía si darle un beso en la frente o huir hacia delante, más o menos hasta el infinito lleno de ácidos. Así que me cambié de saco y las pasé rameras para conciliar el sueño. «Escucho y olvido», que dijo Tao Te King.

28 de julio de 2011

ARS MORIENDI (9)


9# EL QUE NO INTERROGA ES PORQUE NO QUIERE


El tercer cadáver apareció esa misma noche sentado en una silla de plástico con el logotipo de una multinacional en el respaldo. A la puerta de las duchas apareció el tercer cadáver como si la muerte, su propia muerte, fuera algo totalmente relativo. Era un cadáver, sí, pero el cabrón estaba limpio y aseado como si de un tío vivo se tratase. Debido al circunloquio Pitusa se mareó un poco y vomitó las aceitunas presa de algunas vaharadas ajo y perejil. Sombrero, muy amable, le tendió un trapo.

—Toma, límpiate los morros —le dijo—. Que pareces un gorrino.

Se montó una buena en el camping cuando los niños portugueses, llegados de Setúbal, dieron la voz de alarma. Todos habían visto los partidos de Eusebio, la Pantera, y todos habían intentado imitarle alguna vez, con suerte dispar, pero siempre espoleados por un innegable amor a la pelota. Uno le pegó fuerte, y desviado, con tan mala fortuna que la bola le pegó al muerto, varios metros más allá, tirándole el cigarrillo que estaba fumando y separando la brasa del cilindro como si una operación con tan burdo instrumental fuese algo sencillo, habitual, digna intervención de cualquier tuercebotas. Porque al tipo le habían dejado un filtro en la mano —un olvido imperdonable— que colgaba de su cuerpo inerte y cayó al suelo todavía encendido. Pudo ser fruto de la casualidad pero tal vez, y yo me inclino por ello, fruto de la repentina y pronta rigidez del cadáver que, sorprendido por la parca, tuvo a bien echar una última calada que nunca llegó a concretar. Es sabido que un soldado murió con el gatillo apretado y muchos delincuentes, aunque no lo fueran, empalmados en la horca. Pero lo que quería escribir era que.

Fue todo muy extraño, sí.

Llegamos unos cuantos y Sombrero nos dijo que ya había avisado a los verdes, que se presentaron en apenas cinco minutos, lo que también nos pareció cosa de locos pues debían recorrer al menos cincuenta kilómetros para llegar al camping y el firme no era bueno, y con curvas.

—Qué absoluta coincidencia, qué suerte —dijo un uniforme—. Estábamos fuera de servicio y habíamos quedado con Sombrero para tomar unos vasos. Pero ya que nos hemos dejado caer, oye, nos ponemos al servicio de la comunidad, nos calzamos el mono y trincamos unos extras.

—Tiene un agujero de bala en la nuca —observé—. De pequeño calibre —até cabos—: Probablemente de una pistola de tamaño reducido.

—Los niños que abandonen el lugar del muerto —dijo otro uniforme dispersando a la gente.

Los de Setúbal se fueron dando pases.

—El señor escritor —dijo Sombrero—, que le echa demasiada imaginación a los asuntos meridianos. Sin duda se trata del pasadizo de una broca. Este individuo ha muerto taladrado.

—No vacilo si lo digo —afirmó el uniforme de mayor rango totalmente uniformado. No muy convencido, añadió—: Veamos qué llevaba en la cartera el friolero.

Dos investigaron los bolsillos y extrajeron dos canicas de tamaño mediano.

—Este hombre —dijo uno—, era un tahúr de tomo y lomo. Si no que alguien me explique lo de las bolas.

—La cosa consiste en chocar una con otra —dijo otro, y se puso las gafas de pensar—. Si le das a una, te la llevas, y así sucesivamente hasta que el jugador se queda sin esferas. En ese momento es eliminado. Luego están los canicones, que valen por dos, pero éste, por lo visto, no tenía grandes bolas y […].

—Suficiente —dijo el mayor verde.

A Pitusa y a mí, que no perdíamos palabra, nos llevaba el diablo. También nos ardía el culo de rabia, un pálpito de almorranas dilatadas que nos traía de cabeza. No podíamos comprender tal nulidad profesional y menos aún la seriedad con la que manifestaban sus teorías de grulla. Pero grulla negra, impenitente, vamos, cuyo subtipo, según argumentan los chinos, es el más longevo por ser el príncipe de todas las criaturas emplumadas de la tierra. Y si no dije todo esto a viva voz fue por no cargar más la pota, que ya venía más vaca que carnero y rebosaba el tocino.

Así pues, y si no lo digo me sale un chancro, los verdes se habían hecho dueños y señores de la situación y, a base de artimañas —que no eran artimañas sino índoles que pasaban como tales— se proclamaron como caciques del esparragar.

Formaron una piña y, con Sombrero situado a la cabeza de las gimnospermas, se separaron de nosotros y del muerto, susurrando por lo bajo y mirando nuestras jetas con las cejas mal cosidas. Entre los tres grupos dibujamos un triángulo imperfecto, escaleno a todas luces, pero triángulo a grandes rasgos.


 
[Explicación del triángulo: Es un polígono negro (triángulo rectángulo escaleno) de tres lados de diferentes longitudes. En el extremo YZ está el muerto sentado en la silla, en el extremo XY Pitusa y yo y en el ZX Sombrero y los verdes. Según la fórmula, la suma del cuadrado de la distancia que nos separa del grupo de Sombrero y el cuadrado de la distancia que nos separa del muerto es la misma distancia que el cuadrado de la distancia que separa al muerto del grupo de Sombrero. Esta explicación no tiene ningún interés, ni siquiera relativo. Pero quiero introducir este corchete para regocijo de aquellos escritores que últimamente tienen a bien insertar gilipolleces entre las páginas de sus escritos].

—Hablan de nosotros —rajó Pitusa.

—Asentí —dije.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).


Los uniformes se acercaron a nosotros pasando olímpicamente del tipo de la silla, cuya figura ya era secundaria y su actuación, o lo que este sustantivo quiera significar con sus mentiras veladas, estaba ya lejos de llevar a buen puerto el método Stanislavsky.

Uno de los verdes se dirigió a Pitusa en estos términos:

—Ha llegado a nuestros oídos cierta cosa —dijo, y puso los ojos en Sombrero—. Corre el rumor de que ha encontrado un gato muerto.

—Sin ojos —completó el de mayor rango.

—Detrás de la tienda —dijo Pitusa—. Un gato negro, putrefacto. No parecía muerte natural.

—Naturalmente —dijo el uniforme y, mirando a los demás, desenfundó una linterna que rápidamente ubicó a escasos centímetros del rostro de la interpelada.

Por supuesto, me vi obligado a intervenir.

—¿A qué viene el tercer grado? —pregunté, amenazante.

—Sabemos que ha descendido la temperatura esta noche —dijo el emisor de haces—. Pero no es para echarse las manos a la cabeza ni mucho menos. Tranquilícese —hizo descender la palma de su mano y luego, de nuevo enfocando con insistente saña, prosiguió el interrogatorio.

—Decía, como iba diciendo, que era un gato joven, con toda la vida por delante.

—No —dijo Pitusa—. Decía que era un gato negro, putrefacto.

—Así que era viejo —dijo el verde, y buscó la complicidad de sus compañeros.

Todos asintieron.

—¿Está segura de que era un gato? —preguntó—. Dígame, ¿está segura?

A mí me estaba haciendo dudar con sus pesquisas, pero preferí no manifestar mi incertidumbre. Con todo, puse la mano en el fuego y si no me quemé fue por la razón que llevaba y porque la hoguera sólo crepitaba en mi imaginación.

—Sí —dijo Pitusa—. Era un gato con todos los atributos felinos.

—Menos los ojos —dijo Sombrero, y dio pes/pedis a la desconfianza de los uniformes.

—¿No había dicho que su gato no llevaba ojos? Dígame, ¿no lo había dicho?

—Lo dijo su superior —dijo Pitusa—. Pero es cierto. El gato no tenía ojos porque le habían vaciado las cuencas.

El de los galones dio un respingo.

—¿Yo lo dije? —preguntó.

—Sí —dijo Pitusa.

—Entonces no hay por qué dudar de su palabra —dijo el jefe, y señaló a Pitusa—. ¿Estamos?

—Como si estuviésemos —obedeció, con mayúscula Marcial, el uniforme.

Los verdes nos tomaron los datos antes de abandonar la escena. El apunte vino con recomendación:

—No viajen. No salgan del camping. Quédense por aquí unos días. Es probable, aunque no sea posible, que necesitemos algún otro testimonio.

Y después se llevaron al muerto en una bolsa de plástico impermeable que metieron, ayudados por Sombrero, como carga de un jeep utilitario. Salieron de allí cagando humos.

14 de julio de 2011

ARS MORIENDI (8)


8# AROMÁTICO FELINO


Olía fatal. A gato enfermo, moribundo. A gato encerrado. El olor era bien fuerte, de esos que no se olvidan. Me quedé pensativo, bradicárdico, con una mano me acariciaba el mentón y con la otra me tapaba el nominativo singular de la primera declinación. Dejé de oprimir mi nasus y olfateé los orígenes de la fragancia. Olía a gato gordo, a gato hercúleo.

—Agatón de Atenas invitó a Sócrates, el ágrafo, a un banquete con garrafas de vino y música de flautas —me dio por decirle a Pitusa con la intención de derivarla hacia otros estados motrices.

—Tres cojones me importa —me contestó—. Yo ya no creo en el amor.

No andaba ella en su mejor momento. Después del incidente de los marrajos se había quedado definitivamente amodorrada. No avanzaba. Si Pitusa requería mi atención de alguna forma, negarle ese cuidado no era una postura inteligente. Tampoco es de avispados aguijones dejar su orgasmo suspendido como el estornudo latente que nunca se materializa y allí, a siete metros de la orilla, no supo reprimir sus decepciones y braceó, boqueó, parpadeó, pestañeó, manoteó en el aire, se codeó conmigo, cabeceó un balón de playa y luego lo palmeó con habilidad, ojeó por si las moscas y finalmente, con un movimiento de cintura, me pateó.

—Te presento mis disculpas —le dije, dolorido—. Pero no me siento culpable. También yo quería emulsionar.

—Pamplinas —lloriqueó—. Joder a toda costa.

—Estábamos en el mar, mecidos por las olas. Y lo intentamos. Y si no pudimos fue por culpa de Sombrero. No te enteras de la vaina.

—No le des la torta a la envoltura, desgraciado —tronó y, en una especie sincronicidad (Carl Jung) o azar objetivo (André Breton), se concretaron en la infinitud del cielo varios nimbostratos de esponjas negras y agoreras—. ¡Joder a toda costa! —deflagró—. Métetelo en el córtex.

El olor venía atraído por el viento que se había levantado cuando dejamos la playa. Dejamos la playa porque el horizonte se llenó de algodones sucios. Abandonamos la costa, nos vinimos al camping de nuevo, porque Sombrero nos había jodido la tarde. Allí quedó plantado, al aire, y a cuatro yardas nos volvimos para observar cómo crecía con las primeras gotas de lluvia. Primero hizo crujir sus vértebras y estiró su tronco. Le brotaron unas hojas perfoliadas del sobaco, rodearon sus brazos y Sombrero se rascaba con furia vegetal. Luego abrió los ojos, pero no había luz que captar. Sin embargo florecieron en su cuerpo ortigas suculentas y algunos musgos. Se quedó sentado sobre la arena, jugando con ella, escondiendo sus pies, excavando agujeros. No podíamos cesar de mirar cómo jugaba.

No sé como lo hizo, ni por dónde, pero cuando llegamos al camping Sombrero ya estaba rumiando en la garita. Apoyaba sus raíces encima de la mesa y sus ramas detrás de la cabeza. Parecía llevar allí encerrado, según arbitrios del sistema sexagesimal, por lo menos siete décadas.

Llegamos empapados, jodidos de frío. Hay que ver lo brusco que cambia el tiempo en estas latitudes. Sombrero fumaba medio habano porque de tres largas chupadas —más no necesitaba— se había fundido el otro medio. Los colgajos de saliva se apreciaban a cuatro metros, pero no nos acercamos ni cinco.

—Me cago en la sombra de un pavo —reaccioné verbalmente a través de mi esfínter—. ¿Por dónde ha venido este inútil?

—Atajos que me sé —dijo el ubicuo, que ya formaba trío.

—Pues eso se avisa, coño —dijo Pitusa—. Nos das unos sustos de […].

—No sigas, no te oye —intercepté su parlamento—. Se acaba de marchar, y efectivamente.

—Efectivamente qué —dijo Pitusa, que no soportaba la inconclusión. No se daba cuenta de.

Sombrero se metió de nuevo en la garita y le vimos asaltar un bocadillo. Lo agarraba con las dos manos. Era demasiado grande para ser un bocadillo. Me pregunté por qué no nos invitaba esta vez. Tenía hambre. El bocadillo tenía buena pinta. Por el color, parecía de morcilla. Negra, amoratada. O de tortilla. Amarilla. Chillona. Me ofendí lo suyo cuando Sombrero sacó el botijo y un fideo de vino invariable vino a dar con su boca.

—¿Por qué me ofendo? —le pregunté a Pitusa.

—Probablemente —retrucó— porque te pareces a Sombrero. Nunca se sabe por dónde van a tirar los locos ni lo que les va a parecer feo. Me recuerda a ti cuando eras joven.

—Sombrero es mucho más viejo que yo —me hice el ofendido—. De eso no hay duda aunque no esté seguro. Yo no soy ningún monstruo.

En la tienda de campaña nos comimos unas aceitunas aliñadas y, para tragarlas, compartimos una lata de cerveza. Seguía lloviendo y a ninguno de los dos nos apeteció nutrirnos mejor ni de otra forma distinta. Pitusa abrió las aletas de la nariz. No tenía catarro. No se había resfriado pero soltó un caracol sin cáscara. La flema salió al relente por el agujerito de la cremallera. Se posicionó en una hoja.

—Esto no es normal ni muchísimo menos —dijo, deglutió los restos, lo viscoso—. Huele peor.

—Sí —confirmé—. Huele a gato tieso.

Le pegué un trago a la cerveza y salí de la textil carcasa. Investigué lo suyo, por detrás de la tienda, pero no encontré felino alguno. Entonces salió Pitusa y, al rato, con el olfato a tono, me llamó muy asustada, gritó, me dijo que fuera, que acudiera en su ayuda, rápido, muy rápido, que no me detuviera a priorizar. Me acerqué corriendo todo lo que pude dándole uso a unas zancadas que abarcaban los metros a pares exactos, y allí, a metro y medio, Pitusa hincaba en tierra la rodilla. Había una zanja y en la zanja mucho barro y entre el barro un par de ojos y a su lado un gato muerto y en esta frase, se lea por donde se lea, abunda la coordinación.

—No me vas a creer —suspiró Pitusa—. Pero me dio en la nariz que aquí estaba el tercer cadáver.

—Cierto es —dije—. Ni te creo ni te dejo de creer. Pero hazme un favor. Ni se te ocurra tocarle los ojos a ese pobre callejero.

8 de julio de 2011

ARS MORIENDI (7)


7# PARA CABRÓN SOMBRERO


La tormenta se alejó. Pitusa necesitaba mejorar su bronceado y yo, al menos, pasar al rosa, que viene siendo mi segunda fase y no se me caen los anillos al reconocerlo. La tormenta cesó. Es necesario que esto quede claro para que podamos iluminar esta historia tan trágica. El sol salió a escena precedido de un coro ditirámbico, de modo que nos vino al pelo y ya he dejado sentado en una silla que nunca me desprenderé de ciertos ornamentos. Así pues, seamos tan precisos como sea posible. Eso que hay en el cielo y que parece de algodón, o de espuma de abrevadero, se desvaneció en lo que se lee ese breve cuento de Luisa Valenzuela. Como la imagen no era una grabación puedo asegurar que su velocidad era genuina. Entonces captamos el brillo y cerramos los ojos obligados por esos rayos tan violetas, nos pusimos la mano en la frente, llegó el calor repartiendo grados. Hacía un sol de justicia, con su balanza y todo.

Tras el fatal noticiero pillamos las toallas y Pitusa se metió dentro de un bikini que desapareció en lo que yo me calzaba las chanclas.

—¡Virgen santísima! —me vi obligado a exclamar, pues me parecía poco hoyo para tanta tela—. ¿Por dónde satanes se te han metido las bragas?

Pitusa utilizó, de nuevo, la fricativa, y después vino a hacer un gesto desagradable y explicativo, que acompañó de un didactismo mediocre:

—Hay chorizos que no saben igual aquí que allí. ¿Entiendes lo que te digo?

—Ambos sitios están cerca —dije. Previamente había calculado la distancia—. Debería saber igual en ambas comarcas, pues es el mismo chorizo. ¿No te parece?

—Los dos conductos por donde me la endilgas están pegados y no saben igual —retornó su desagradable maniobra—. Tú lo sabes bien.

—Mira, Pitusa —le dije muy enfadado—. Cuando tienes razón no hay quien te la quite.

El camino de la playa estaba lleno de piedras y matojos espigados, espinosos como cresta de alfiler y más o menos espiciformes, lagartijas renqueantes que ensalzaban sus virtudes y una babosa pulmonada que respiraba cada vez peor. Se hacía necesario el trazado de varias curvas y la bajada de algunas cuestas. Nos metimos por ahí, contentos, sin darle importancia a las dificultades del sendero ni preocuparnos de la sangre que manaba de mis laceradas articulaciones.

—Y van dos muertos —dijo Pitusa—. No me cago porque no tengo ganas, pero ganas no me faltan.

—Ganas de tener ganas, dices —dije.

—Eso es lo que he dicho —dijo Pitusa—. Ganas de cagarme.

Colocamos las toallas y nos pusimos a leer un rato. Yo llevaba conmigo un asunto de Perec.

—Algo sobre un gabinete con un cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro… […].

—¡Para! —me interrumpió Pitusa.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).


Ella portaba un mamotreto indigno de mención y, por supuesto, no me refiero a la honorífica sino a su más típica acepción.

No tardamos en dejar la lectura. Hacía calor y nos sudaban los cogotes. Decidimos, pues, darnos un baño, a ver si refrescábamos los cuerpos, nos sacábamos la muerte de encima y, de paso, ese latigazo de humus tan característico de aquellos hombres que han sobrepasado con creces los dos siglos de vida y de algunos sepultureros y estudiantes de medicina.

En el agua nos pusimos cachondos. Tal vez el rumor de los sedimentos, la erosiva actitud de fenómenos tan exógenos como geológicos, la increíble cobardía de los acantilados, todo ello, todo junto nos agasajó con su orgiástico intemperismo. Fue algo rápido. Nadie se enteró de nuestra peculiar forma de hacer el amor, no por la originalidad de la postura sino por lo bien que disimulábamos. Pitusa, con el agua a la cintura y el culo en pompa, se agachaba con pericia grafológica —[nótese que soy yo quien escribe]— y animosa me ofrecía aquello que en otras circunstancias menos seminales hubiera yo repelido.

¿Qué pensarían los bañistas en general y la raza humana en particular, las familias que plantaron la sombrilla a primera hora, los futuribles ingenieros que se armaron de una pala y un rastrillo para planear la construcción de sus primeros Neuschwansteins?

¿Pensarían que Pitusa intentaba descubrir la raza de un pescado plano y, como suelen esconderse bajo tierra, necesitaba su tiempo?

¿Pensarían que observaba las piedras, sus cambiantes formas a través de las corrientes marinas, y ese mundo le gustaba muchísimo?

¿Pensarían que era aficionada a la ficología?

Nadie en sus cabales se hubiera imaginado lo que en realidad sucedía.

Por otro lado, la playa estaba desierta.

Yo, también con el agua a la cintura y una mano por visera, me ubicaba detrás de ella y trazaba, en comunión perfecta con las olas, precisas geometrías que terminaban por mojarle las narices a Pitusa. Así estuvimos, sin llegar ninguno al orgasmo, dos minutos a lo sumo. Desde la arena el individuo recientemente aparecido nos increpaba, o eso parecía, muy violentamente.

—¡Escualos! —gritó, e insistió—: ¡A las doce!

Yo le miraba desde lejos, perdiendo la concentración, pero Pitusa no se enteraba de nada y seguía remojando las orejas en la espuma y un poco los pezones en el agua fría. Dejé lo que estaba haciendo, solícito, y Pitusa pudo incorporarse. Rápidamente se le ablandó la culminación de los pectorales, que se desparramaron cono abajo.

—¿Qué cojones pasa? —dijo, doblemente irritadísima, a causa de la sal y de mi repentino abandono.

—Ese tipo de allí, que dice no sé qué de tiburones, pero sólo a mediodía.

—La puta —dijo Pitusa, y efectivamente.

Miramos el plato, pero ni un pez.

Nos acercamos a la orilla y pudimos distinguir la silueta de Sombrero. Después seguimos la sombra de Sombrero y dimos con Sombrero, cuyos huevos se partían sobre mi toalla.

—Vaya broma más graciosa —dijo.

—La puta que lo […] —tronchó la frase Pitusa y, presa de la ira, se abalanzó sobre el humorista, que se preparaba para la embestida cerrando los ojos. Logré, a duras penas, sujetar los bueyes del carromato.

—¡Estaba a punto de correrme! —bramó uno.

—¡A puntito! —bufó otro.

—Vamos, que os jodí el coito —concedió Sombrero y, sinceramente estrambótico y cervantino, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

 
 

5 de julio de 2011

ARS MORIENDI (6)


6# —SE LLAMABA PALINKAS.



Y no era de Arpino sino húngaro de Budapest, de Pest, más concretamente, a la orilla izquierda del Danubio. Un señorito, de ciudad, porque era pequeño, de la capital. Vino solo, por lo visto, y porque yo nunca le vi acompañado. Os hacéis una idea: yo aquí conozco a todo el mundo. Para eso me pago una barbaridad. De todos modos ya le había echado el ojo y un par de veces me tomé unos vasos con él. Nos pinchamos varias botellas. Ciento quince, si no recuerdo mal. Pero a Palinkas, hombre de poca conversación, había que sacarle las palabras con gancho aunque no entendía ni una. Eso sí, era un tipo agradable y, según los guripas, también educado. No les dio ningún problema y eso que le trataron durante varias horas. Lo levantaron a su ritmo. El señor escritor debería saber cómo son estas cosas. Los levantamientos, me refiero. Contrató la tercera parcela empezando por la izquierda, por la fila del centro. Es un dato que os doy por si os interesa.

Sombrero chupaba un cigarrillo por los lados y, en una de ésas, le dio por encenderlo.

—Palinkas, según los verdes, murió de una cuchillada en la patata —prosiguió—. Pero eso ya se lo imaginaban sin sacarlo del seto, entre otras cosas porque el arma homicida sobresalía un palmo. También, lo que son las causalidades, ejem, que me trabo, las casualidades, se le veía un huevo sobresaliente, y es que los húngaros, para esto de los bañadores, ni tienen tradición ni la han tenido nunca. Los uniformes, a lo que iba, ya se sabe, se ríen por cualquier cosa y les entran ganas de fiesta. Vinieron a la garita y tomamos unas cañas. Todo por tenerles contentos, que ya es el segundo muerto esta semana y nos conocemos de sobra.

—¿El segundo muerto? —preguntó Pitusa, algo asustada, y experimentó su labio un agónico tintineo.

—Sí —dijo Sombrero—. Un francés rubio, Pierre le llamaban o se llamaba, de la zona de Abraracúrcix, véase, galo como él solo y alemán del oeste del Rin.

—Hay que joderse con su camping —dije—. ¿De qué murió el desdichado?

—Se le abrió una raja en el cuello, pero no sabemos si venía con ella de Perpiñán, donde dicen que cogió al autobús, o se la hizo aquí, el tipo, en un descuido. Los guripas no se fían un pelo y, tras lo del húngaro, dicen que no se fían un pelo. Son muy repetitivos.

—Aquí pasan cosas raras —susurró, amoscada, Pitusa.

—No me jodas —dije yo, dándole la razón a mi compañera.

—No te agaches —dijo Sombrero.