30 de junio de 2011

ARS MORIENDI (5)


5# LOS VERDES Y EL CUCHILLO SANGRIENTO


El fiambre estaba como un higo, por cierto, como el papo de una vieja. En estos términos hablaba yo con Pitusa, que no apartaba los ojos del difunto, un campista al parecer, con su bañador floreado, su camisa de palmeras y un cordel de sujeción para las gafas. Estaba debajo del seto, pero no tan debajo ni tan escondido como para pasar desapercibido. Era, en todo caso, un cadáver reciente.

—Con el frontal arrugado y esos aires marmóreos se parece a Marco Tulio —advertí certeramente pues el finado, efectivamente, se parecía a Cicerón—. ¿No crees?

—Tiene días —dijo Pitusa, echando por tierra la calígine de elocuencias que cubría la frente del orador notable—. Hagamos algo retórico —añadió, y comenzó por la inventio—: Expliquemos a Sombrero el contenido del hallazgo.

—Y una polla —me salté la dispositio—. No estoy dispuesto. Observa ese jamonero magnífico incrustado en su tórax romano. No hay que ser muy listo para no fiarse.

—¿He de entenderte, miserable?

Reproduje:

—Que hay que ser medio tonto para fiarse de Sombrero.

Abortamos la elocutio, ya que el cadáver estaba ornado convenientemente. Demasiada sangre sobre la tierra, demasiado colorido: la muerte siempre ha sido en blanco y negro. Le habían vaciado como un cartón de vino y el tipo, que seguramente no se lo esperaba, todavía mostraba una sonrisa demostrable. ¿Es así como se muere uno? Bobadas: eso tuvo que doler.

Llegaron los guripas muy alborotados, seis uniformes impecablemente verdes, cinco mostachos uniformes, del mismo calibre. Nos hicieron algunas preguntas, las típicas, y al rato ya estaban con Sombrero en la garita, dando caña a unas cervezas y trincando latas de conservas, pescando berberechos con palillos y hablando a gritos de la frescura de los bivalvos. Cantaban los mamones como si se conociesen de toda la vida.

—Quizá se conozcan de toda la vida —dijo Pitusa y, cuando Sombrero nos cazó hablando a unos diez metros, desde lejos, me pareció que nos hacía un gesto de tranquilidad, como queriendo hacernos entender que no había problema, que los verdes eran de fiar.

—Me cago en mi puta cabeza, Pitusa. Este tío es oligofrénico.

—Vaya, ni hablar, no. Lo que pasa es que está fatal de la cabeza.

—Y tú a lo suyo, riéndole las gracias.

—Jojojo —dijo Pitusa, pero la fricación no era risa.

—Prepárate —argumenté con extensión suficiente—. Que voy con todo un arsenal.

La agarré por los cuernos. La situación, digo, porque Pitusa seguía luciendo coletas. Y es que cuando Pitusa se pone terca yo me pongo más, como si me inyectaran una buena dosis de odio en el conducto eyaculador. No me contuve una pizca. La metí en la tienda de campaña y le introduje el ápice.

—Jojojo —ahora era yo el descojonado, y seguía endiñando sin temor, con la intención de joder doblemente, ración que no conseguía completar, verbo que no conjugaba o, si lo hacía, no llegaba ni a la primera persona del plural, es decir, si es que lo escribo: ni hasta la puta mitad.

—Jojojo —arengaba Pitusa mi odio, y me espoleaba como si fuera un penco. Dilucidemos quién demonios porta el cetro en este trono, parecía decir.

Corchete:

[Le caían unos copos de los ojos como iglús, fragmentados en ladrillos de hielo. Uno de los copos contenía un esquimal muy amable que me ayudó a embestir en línea con un trineo lleno de perros de mirada azul-glaucosa. Pero era el mismísimo esquimal el que ladraba y los mismísimos perros los que le azotaban con varas de olmo. Hay que joderse lo bien que piensa uno cuando inserta la verga].


El muerto.

El caso es que a Pitusa le gustaba disimular y nos pusimos a lubricar pensando todavía en el cadáver, lo que roza la necrofilia, cosa que nos preocupó. Pero de eso hablamos justo después, ya menos preocupados, con un cigarrillo en la mano.

—Necrófila —dije.

Bromeaba. Un insulto muy mío. Pitusa se lo tomó por las bravas. Fumé.

—Ni se te ocurra volverme a pedir que me haga la muerta —dijo, fumó, lanzó la colilla sobre mi cuerpo.

—Que te hagas la dormida —apagué mi camisa por la vía rápida—. Eso es lo que siempre te pido.

—Pues llevo entendiéndote mal desde que nos conocimos. Eres muy normal, chocho viejo.

Asentí. De pronto, sólo le sacaba dos meses. Defendí mis intereses de esta forma:

—Habló de puta la Tacones —ataqué mi adolescencia—. Y se dice viejo chocho, lo otro se lo cuentas a la madre de tu madre.

—¡Qué poco aventurero eres!

Por la mañana, al día siguiente, fuimos directos a la garita y lo hicimos, para nuestra desgracia, sin desayunar. Sombrero nos recibió con un plato de jamón recién cortado.

—¿Es eso un estómago vacío? —le preguntó a Pitusa incidiendo con su dedo en un ombligo de mi propiedad. Luego el dedo cambió de sitio y vino a dar con mi propio ombligo, que también era mío.

—¿Habéis desayunado? —preguntó mostrando el cuchillo con el que había cortado el jamón.

—Maldita sea, sí. Unos bollos enormes.

Eran dos trisílabas pero Pitusa y yo, sin habernos puesto de acuerdo previamente, las pronunciamos como cantando de miedo, a la vez, y todavía estuvimos a punto de vomitar los bollos que no nos habíamos comido y los bollos que no nos comeríamos en las próximas cien jornadas.

¿No estaba sangrando por la punta ese cuchillo?

—¿Está bien curado ese jamón? —me imaginé preguntando.

Tenía mis recelos. Cualquiera en sus cabales, con sus cables conectados, se habría preguntado de dónde huevos cagó Sombrero ese cuchillo y para qué lo había utilizado antes de rajar la pata.

—Nunca estuvo enfermo —dijo Sombrero, que también imaginaba por su cuenta—. Ni siquiera cuando era porcino.

Estudió a Pitusa de izquierda a derecha y le preguntó si estaba preñada.

—Por la náusea —añadió, y luego, dándome un codazo en la costilla, me dijo:

—Campeón.

—No será ese cuchillo […] —principié a decir, pero Sombrero no permitió que diera cuenta de la frase. Lancé mis ojos hacia su mano, que se reflejaron, atónitos, en la hoja de brillante metal.

—No, amigo. Éste es otro cuchillo —dijo.

Y luego nos contó la historia del muerto.



24 de junio de 2011

ARS MORIENDI (4)

4# PARA CABRÓN YO

Siempre que Pitusa quiso guerra yo le di motivos para declararla de forma unilateral. Aquella tarde, dentro de la tienda, enarboló sus bragas encarnadas a modo de bandera para embrutecerme. Me las colgó del pene, a media asta, y todavía sobraba un palmo. Seamos gráficos, que todo el mundo lo entienda: era una bandera minúscula.

Cualquier manual de estrategia militar, en caso de poderoso enemigo, desaconsejaría el ataque frontal y abogaría por una incursión fugaz, una guerrilla intermitente que minara la moral del otro bando. Pero Pitusa, si tuviera huevos, los tendría de hormigón, y así no hay revolución que le plante cara. Me decidí, por tanto, a darle fuerte por detrás, sin que me viera —que sólo me intuyera—, y procedí a realizar mis incursiones con celeridad, dando órdenes a diestro y siniestro y obviando el cansancio de mis combatientes que pedían misericordia incluso de tanto meter y sacar sin resultado su bayoneta en agujeros que, ciertamente, no eran de su competencia. Bregaban los soldaditos con furia y uno de ellos, a cargo del cañón más gordo, lanzó una viruta con tanto ímpetu que el valiente casi se me escoña del retroceso. Con todo, aquel raso tomó el cerro. Si sigue así lo asciendo a cabo.

Los gemidos de Pitusa se fundieron en la lluvia, que tocaba con fuerza en la lona, y yo le agarré las coletas y tiré recio de ellas mientras le cantaba las cuarenta.

—Ni una palabra a ese perro, perra. ¡No haremos prisioneros!

Terminamos la contienda y nos dirigimos a las duchas. Firmamos la paz por el camino y de todas las prerrogativas que acordamos sólo una me jodió verificar. Devolví las bragas sinceramente apenado. Adoro conservar ciertos detalles detonantes. Con todo esto y con lo que me guardo en el tintero, la guerra estuvo entretenida y apenas tuvimos que lamentar daños menores. Yo perdí doscientos hombres a mayores, todos ellos concepturus, que salieron pitando cuando divisaron la esfera. Pero no hubo heridos, no, y corrimos mucho. Yo corrí una vez y Pitusa tres. Físicamente, todo hay que decirlo, Pitusa está como una cebra.

Nuestras tropas, como escribo, se fueron marchando hacia las duchas. Nosotros llevábamos dos toallas y un poco de champú. Penetramos. Debajo de los chorros, con los párpados bajados, Sombrero se impregnaba los huevos de jabón. Me entraron unas ganas terribles de gritar.

—Silencio —le indiqué a Pitusa por lo bajo. Llevé mi boca a uno de mis dedos, tal vez el índice.

Me acerqué con sigilo al bulto enjabonado y saqué una minga malhechora. Era lo único que tenía a mano. Apunté directamente a su culo y fui bajando por sus piernas hasta llegar a los pies. Recorrí todo su tren inferior y dos vagones que colgaban bajo las nalgas respingonas. El agua caliente se desentendía de la cebolla y se mezclaba con mi orina esquivando los pelos duros. Su trayecto comprendía varios afluentes, que se bifurcaban una y otra vez, pero siempre terminaban en la reja del desagüe. Me la sacudí con brío y allá en el fondo, en lo más oscuro de las cañerías, alguien tocaba dos campanas ayudado por sendos badajos. Sombrero seguía apretando los párpados.

—Eres un cabrón —me dijo Pitusa.

Me la guardó.

Yo no atinaba con los botones del pantalón. Tampoco recuerdo gratas experiencias con las cremalleras. Pitusa me trataba como a un niño al que todavía le tocan las bolas para comprobar que los testículos siguen arropados por su epidérmica manta. Era un gesto tierno que ella siempre me dedicaba. Me gustaba que me tocara las bolas, a quién no. A los toros, es posible. Como a un niño. Como a un ángel regordete. Como a un hijo ya formado con testículos descargables.

Salimos de las duchas y esperamos a Sombrero tras las zarzas, esos tallos que siempre están bien ubicados para la ocultación. Sombrero apareció al poco con la toalla a la cintura y unas chanclas en los pies. No llevaba zapatos. Me dejé ver, salí de pronto, le di un susto de muerte para vengarme de la visión de su nariz coloreando de sebo el cristal del restaurante. Nos saludó como si las cosas que ocurren no tuvieran consecuencias, como si para él las reacciones de un tipo como yo no tuviesen importancia más allá de lo evidente.

—Estoy fresco como un polo —dijo, y los vapores adornaron su testa—. ¿Nos soplamos unos vasos?

Esta vez rechazamos su invitación. Paseamos durante toda la tarde por la zona de las parcelas. Nos perdimos. Recuperamos la senda de la perdición. La tormenta cesó y los inquilinos asomaron las orejas. Primero una oreja, luego el rostro completo y después la otra oreja. Salieron de canto. Sombrero tenía razón. Aquí todos son extranjeros. Nadie se fijó en nosotros y nosotros nos fijamos el uno al otro. Así, abrazados, pegajosos, petrolíferos, Pitusa y yo llegamos al seto, esa madeja silvestre que siempre está bien ubicada para esconder cadáveres.

Y allí, sobre un charco de sangre y abrazado al suelo, estaba ese maldito calladito como un muerto.




18 de junio de 2011

ARS MORIENDI (3)

3# MUJER POR OMISIÓN



Por la mañana, soslayando las recomendaciones de Sombrero y con el espasmódico deseo de marcarnos un punto en el tanteo, desayunamos en el restaurante del camping. No lo hicimos mal del todo. Supimos manejar los utensilios con destreza y por mi lado, muy a lo mío, ensayé diferentes métodos para mojar el pan en mis huevos. Eso sí, la cocina era una hez y no digamos los platos y cubiertos, por no hablar de la comida. Un trocito de tostada vino a dar con el canalillo de Pitusa y las pasamos canutas para sacarlo de allí. Me hice fuerte con la cucharilla del café, pero aquello era como rascarle las orejas a un gorgojo con el pelo de un cepillo. Ya me entienden. Yo también me encuentro cómodo en determinados valles y no hago distinciones en cuanto a vertientes o concavidades. Me gustan todos, incluso los de silicona. Una última cosa sobre el trozo:

Al final lo sacamos apretando laterales y sólo quedó dentro la confitura de manzana. Ahí estaba bien. Siempre hay que pensar en los futuros inmediatos.

Llovía a gritos. Eso se me vino a la cabeza pero de forma repentina me di cuenta de que la expresión no era mía sino de Cortázar y, girando la cabeza hacia el cristal de la ventana, que daba al patio central, lo dije de otra forma más original:

—Llueve a chuzos.

—Y caen de punta —dijo Pitusa.

Yo he visto llover de canto y hacia arriba, pero reconozco que escribirlo aquí no tiene ningún sentido ni apariencia de realidad. De cualquier forma, llovía correctamente y salpicaba mejor. No estaba el día para mojar el churro en el agua, pero sí para hacerlo en seco. Se lo hice saber a Pitusa con un gesto riguroso y, llevándome la contraria, lubricó. (Estas cosas se observan mejor en las retinas). Me miró entre ansiosa y enternecida, engrasada hasta la mismísima transcavidad de los epiplones, embalsamada como un egipcio entrado en años o como una mujer vieja y con dinero. No hay nada más placentero, hasta donde yo puedo entender, que las chicas atiendan tus peticiones sexuales con esta dedicación. (En esto, por cierto, consiste la momificación).

Sombrero apareció por allí y pegó la nariz al escaparate, aplastándola de tal forma que nos asustó comprobar que seguía siendo igual de feo, incluso más guapo. Nos hizo un gesto con la mano como dando los buenos días y parecía invitarnos a hacerle compañía en la garita, ya que el día se había torcido —señaló la venidera tormenta— y, a pesar de la temperatura constante, en la playa no se podía parar.

—¿Vamos? —le pregunté a Pitusa.

—Iremos —respondió y, acariciando mi cogote con la mano, me tranquilizó—: No te preocupes. Me cubres luego.

Nos pusimos los chubasqueros y picamos en la puerta de la garita. Sombrero repartió unas cervezas, pero antes había abierto la puerta y, azotando el aire con el brazo, nos había dejado pasar. No eran horas para empezar a beber. Lo pensamos bien durante unos segundos y concluimos que estábamos de vacaciones y totalmente equivocados. Sombrero comentaba que tenía el día libre por la lluvia y que podía emborracharse con nosotros hasta la hora de comer, comida a la que estábamos invitados por mandato expreso y vinculante de su mujer ausente, que le ha había cocinado una mollejas digitales.

—Para chuparse los dedos —dijo.

—¿Y dónde está su mujer? —se interesó Pitusa echando mano de la botella y tragándose medio frasco.

—En su casa —dijo Sombrero.

Pitusa se calentó. Luego preguntó con frialdad:

—¿Y dónde vive?

—Aquí mismo —contestó Sombrero y, con los brazos extendidos, abarcó la garita.

Procedí a trincar un chupito de cerveza que me bajó por la garganta y siguió conducto sin errar camino ni confundirse de aparato. Me dejó helado.

—Pues yo no la veo —dije—. Aquí no hay más mujer que Pitusa.

—Tú no la ves, pero está —dijo Sombrero.

—Yo sí la veo —me aterrorizó Pitusa—. Está justo ahí, apoyada en la puerta.

El tema estaba nítido. Pitusa se cocía con soltura y, cuando Pitusa se cocía, con soltura o sin ella, todo terminaba por torcerse. ¿Quería congraciarse con el bicho o almorzar de papo los días venideros? Los tres sabíamos que la mujer de Sombrero no sujetaba la puerta, pero me entró una duda al pensar esto y, acercándome al quicio, lo comprobé. Sacándome del mismo me volví loco, me salí de mi casilla, agarré la cerveza y me soplé todo el líquido —incluidos los posos del culo— y, asesorado por un mandoble irresistible, parlé como sigue:

—Aquí no ha mujer más que Pitusa —me contuve en la entonación—. ¡La leche que mamé! —me propuse ser fiel a mi estado de ánimo.

Nos mamamos como bestias y mi lengua, por fin, pilló glucosa. La mancha de mermelada contenía pingües tropezones. No obstante, barrí todo el canal y no dejé manzana ni en Inglaterra ni en Francia. Sombrero dormitaba sobre la mesa. El tipo roncaba como una niña con paroditis infecciosa.

—Parece que tiene paperas —dijo Pitusa, robándome el cotejo.

—Tú eres gilipollas, Pitusa. ¿Por qué le sigues el juego a ese mamón?

Que le da pena, dice. Pues que se vaya al infierno.
 

13 de junio de 2011

ARS MORIENDI (2)


2# JODER A TODA COSTA


La noche se volvió de un negro insoportable. Los grillos le daban a la glotis con una cadencia escrupulosa, muy cercana a la canción de cuna, y eso le daba al paisaje una nota de color. Pero también era negra la partitura de los insectos. Las farolas sólo alcanzaban a dar lumbre a los mosquitos, tal vez considerando la aguerrida actitud de los hematófagos como una petición de fuego para encender sus trompas tabaqueras y poder violar así los fatuos tegumentos nocturnos.

Para llegar a la tienda tuvimos que encender una caja de cerillas. Por suerte teníamos mechero y también contábamos con la caja de cartón, material ignífero por naturaleza.

—¿Por qué? —le pregunté a Pitusa cuando ya nos acomodábamos en los sacos.

—Porque no veíamos, coño. Menuda pregunta.

—¿Para qué mentirle?

—Por darle coba, coño. Menuda cuestión.

—Me cago en la calabaza almizclera, Pitusa. Sabes que no es necesario meter pipas.

—Tarde o temprano será así —me dijo—. Sólo falta que me lo pidas.

—Pues entonces no provoques al personal —dije, y señalé sus pechos duros, presionando ligeramente su pezón derecho con mi dedo índice.

Pitusa sacó el diccionario.

—Son perfectamente lógicas las consecuencias de los actos en los que intervienen apéndices tan imposibles de labrar, rayar, comprimir o desfigurar como mis pezones —avisó, literaria definicional y, con una rapidez muy poco meditada, abandonó a través de los tirantes la hechura de su camiseta sin mangas. Pude ver, en esa ceremonia o rito preliminar, cómo los apéndices mencionados me ofrecían el lugar apropiado para aceptar su ruego.

—O tan hábiles como mis dedos —sumé mis palabras a lo dicho, haciendo así alarde de mi pericia matemática.

Hicimos el amor dentro de mi saco y luego salimos de la tienda a encender un cigarrillo. Esta vez también tuvimos la fortuna de nuestra parte porque conservaba yo, que todo lo guardo, otra cajita de cerillas llena de cerillas espléndidas. Rascamos la lija y nos pusimos a fumar tranquilamente. No me demoré en instigar de nuevo los instintos de mi compañera pues el polvo me había venido al pelo y deseaba, a riesgo de repetir la infracción, hacerlo repetidas veces. Nos metimos en la tienda. Estrenamos su saco. Recordando las cerillas, encontró mi pene nueva lija. Cómo me gustaban los polvos bien echados…

 
[Hagamos un corchete, que van dos emulsiones sucesivas y escribirlo, aunque no se describa, es enjundioso pero también cansa. Les digo lo que pienso y luego ya me dicen, les cuento mi experiencia porque la tengo metida en el coco desde los tiempos del hombre del saco. Joder dentro de un saco es algo que nunca había hecho aunque me lo había imaginado en varias ocasiones. En todas ellas se trataba de otro saco, no un saco de dormir sino un saco de follar especialmente acondicionado para la penetración, con su tacto sedoso, sus conductos de ventilación y un mecanismo sencillísimo a base de poleas, alambiques, trampas y tramoyas, ruedas dentadas que propiciaban la evacuación de elementos líquidos, vapores, y algún otro sólido de pequeño tamaño o por lo menos maleable. Nuestros sacos —todo hay que decirlo— tenían mejor aspecto que los sacos de mis sueños fraudulentos, cosa que viene a ser un saco al revés, por transposición silábica, y no deja mi orgullo magullado ni mucho menos. El hecho de haber pensado en otorgarle a estos sacos denostados diferentes utilidades me llenaba de satisfacción. Esto es algo que, por mucho que lo intento, nunca me saco de la cabeza. Y ahora sigo con la narración, cierro el corchete, que ya me voy recuperando]:

Aferrado verticalmente a una rama, el ulular de un búho amortiguaba el sonido de las olas. El mirón se posicionaba detrás de nuestra tienda, en lo alto de un pino pequeño, y parecía disfrutar de nuestros gemidos entrecortados. Cuando cerraba el pico podíamos oler el mar —de otra forma era imposible—, y es que su seductora tonadilla impedía el correcto funcionamiento de nuestro cuarto sentido.

—Uh-uh-uh —manifestó el noctívago en su cómoda ubicación.

Las estrellas, que no estaban, yacían adormiladas entre las esponjas. Las nubes se movían a sus anchas y una concretó su forma. A mí me pareció la bola de una maraca, pero Pitusa se mostró disconforme. Argumentó su posición de la siguiente forma:

—Se trata de una pirámide, pero mal montada. No por otra cosa parece una esfera.

No le faltaba razón, así que no se la di, pues ya la tenía.

—Mañana lloverá —dije y, del mismo modo, me arrepentí:

—Olvida lo dicho —intenté corregirme, pero ya era tarde.

Pitusa volvió a sacar el tema.

—Si llueve —dijo— no podremos ver cazar sombras al señor Sombrero.

—No tengo ningún interés en eso, Pitusa. Hemos venido aquí para estar solos y joder todos los días, a todas horas, a toda costa.

Le mordí una oreja y ella aceptó la invitación. Corchete:

 
[Supongo que ahora sí comprenden el corchete].

Salimos de la tienda, sacamos los sacos. Sacudimos los restos de anteriores batallas. Nos metimos en la tienda y yo saqué la verga y se la puse en la frente.

—Jojojo —me reí—. Mira que sombrero más guapo, qué bien te sienta.

 

6 de junio de 2011

ARS MORIENDI (1)

Affreux mur
affreux voyage
affreux nuit

où-suis-jur?
où suis-joye?
où suis-juin?

nulle part
nul pur
nulle page
nul puits

un jeu simple
que j'invimple
dans la nuimple

RAYMOND QUENEAU
Affreux mur


 
#1# LO QUE MAL EMPIEZA MAL ACABA



Pitusa llegó al camping cuando llegué yo. Es lo que tiene compartir motocicleta. La coincidencia no me molestó lo suficiente, ya que veníamos juntos y era nuestra intención, tal como acordamos, volver del mismo modo y utilizar el mismo vehículo. Tampoco me pilló por sorpresa, como escribo, porque durante todo el trayecto ya venía sospechando que no viajaba solo. Dos manos me apretaban la cintura, una boca respiraba en mi cogote su aliento dulzón, y escuchen: hay que ser idiota para no darse cuenta de que llevaba un paquete detrás y dos petates a los lados. En kilos, calculando por encima, un total de dos quintales métricos, indecorosa cifra en la que me incluyo. Mucho se quejaron las ruedas de la moto por el exceso de carga y en cada curva escupían goma para indicarme su desconcierto y hacerme comprender lo arriesgado que resulta muchas veces proceder de cualquier forma. Sin embargo exageraban y no estaba yo, que me llevaba el demonio de lo rápido que iba, para contemplar las absurdas peticiones de mis neumáticos de caucho.

La historia comenzó como tantas otras que ya se han escrito, con la aparición de un personaje ficto y secundario que no tardará mucho en devenir primitivo. Y, en esta ocasión, el muy palurdo nos dijo que era cazador de sombras y que le llamásemos Sombrero, o señor Sombrero, que era así como le gustaba denominarse.

—Pero mejor Sombrero —dijo Sombrero. Y no le faltaba razón cuando lo vocalizó, pues no era necesario un estudio exhaustivo de su pinta para darse cuenta de que este señor de señor tenía lo que yo de iguanodón, ese reptil del Cretácico.

Pero no terminaron aquí sus informes. También nos dijo dónde se encontraban las duchas y los contenedores de basura y que podíamos pagar al final de la quincena, que se fiaba de nosotros —con nuestra pinta de recién casados—, que hacíamos buena pareja y fue tan amable, tan señor de su casa, tan indiscutiblemente cortés, que nos obligó a dudar de la inteligencia que de forma arbitraria nos habíamos otorgado, tontamente quizás, en un remoto instante de la vida en el que todavía éramos ingenuos y, por ello, absolutamente vírgenes. Pero de eso ya han pasado varios meses y no me queda otra que volver al tema.

La condición de sospechoso planeaba por encima de sus pelos sucios y no miento si digo que antes o después —que esto es algo indistinto— tal categoría se le iba a desplomar sobre la crisma. Porque planeaba, sí, pero bajo, y ya sabemos que determinadas elevaciones repentinas suelen tardar en caer lo que tarda un gallo en cantar las veinte.

En ese momento, a las ocho de la tarde, no le dimos demasiada importancia al asunto. Un tipo raro con ganas de conversación, un espectro solitario entre el mar y la montaña, pensamos, un animal acostumbrado a dar la tabarra a los clientes y a cogerles por los huevos cuando le ofrecen la mano. Nada peligroso, nadie capaz de hacer el mal, el típico tipejo con ínfulas de buen conferenciante, seductor de tontos e insistente plomizo.

Montamos la tienda en la parcela que nos indicó y, como se nos hizo tarde, quisimos cenar algo. Le preguntamos a Sombrero y nos dijo que el restaurante del camping era más bien un local de mala muerte, un chigre de tortillas terciadas con huevos pochos, y que mejor compartía con nosotros los riñones al vino que le dejó su mujer. Calentamos los órganos en el microondas de la garita mientras Sombrero se fumaba un puro bastante gordo cuya base, ensalivada hasta la extenuación y productora de muy diversos ascos que provenían, sin duda, de diversas cavidades orgánicas, se introducía en la boca fumadora y retornaba a nuestro mundo como cualquier polla con suerte.

He de reconocer —como más tarde reconocí— que los riñones olían a riñones y no a reno, lo que deduje de la penetración de mi pituitaria en la garita y a juzgar por el desorden y las pequeñas mierdecillas incrustadas en el suelo. Sombrero seguía con el puro aplastado entre sus dientes y tragaba el humo como un buzo sin bombona. Fue entonces cuando le pregunté —directo, mirándole a los ojos— en qué consistía exactamente su trabajo como cazador de sombras.

—Nada —dijo—. Cuando sale el sol salgo de caza y las cazo. ¿Quieres un puro? —tuteó a Pitusa impunemente, y le alargó un habano mucho más gordo que el suyo.

Supongo que vio el desconcierto pintado en mi rostro, que es donde se suele pintar el desconcierto y, acto seguido, me lanzó una voluta que me borró la expresión de la cara y me puso de mala leche para toda la noche.

Pitusa le seguía el rollo.

—Ah, sí, cazador de sombras, señor Sombrero, para eso hay que tener talento, no puede ejercer cualquiera la profesión.

Y encima, según parló el abejorro, siempre sacaba algo de tiempo para atender a las necesidades de los campistas, enfangados en sus problemas domésticos y lamiendo sus pequeñas heridas del alma.

—Huelen bien esos riñones —le dije reconociendo implícitamente las aptitudes culinarias de su mujer y por ganarme la pitanza, pues había llegado al camping masticándome la lengua y cualquiera sabe dónde se encuentra esa esbelta línea que nos separa de la antropofagia.

Pitusa confirmó:

—Su mujer es diestra en el manejo de los fogones.

—Mi mujer es zurda para todo menos para lanzar piedras —dijo Sombrero—. Para decir tonterías mejor cerramos el morro.

Parecía muy contento con nuestra presencia, le agradaba la conversación quizá porque de pronto y por sorpresa —que esto también es algo indistinto— se nos vino encima el parlamento y no supimos cómo esquivar la sobaquina. Todo ello porque desde hacía unas semanas sólo llegaban guiris al camping y no tenían estos amigos de lo ajeno, según nos dijo —como si él fuera poligloto—, facilidad para los idiomas.

—Aquí viene gente de fuera, muchachas que no se depilan los sobacos ni las ingles. Pero ahora estáis vosotros y claro, la cosa cambia. Voy sacando el orujo y nos trincamos unos chupitos —dijo— y nos vamos calentando, que la noche de la costa es fría y bastante larga, por si os interesa el comentario.

—Pues la verdad —le dije sin amilanarme—. No quiero ser descortés, pero lo que usted dice me interesa más o menos media mierda.

Sombrero apenas me largó una mirada por encima de su nariz —véase una mirada común, normalizada, una mirada que yo llamo insensible— y llenó tres vasos de orujo acompañándolos de un nuevo comentario.

—Para hacer bien la digestión —dijo—, este orujito blanco.

—Son fuertes los riñones de su mujer, señor Sombrero —dijo Pitusa masticando trabajosamente las filtraciones de la nefrona.

—Cierto —dijo Sombrero—. Aunque hace ya tiempo que dejó de levantar pesos. Anda mal de los riñones, ¿sabes?

—Nunca drenamos lo suficiente —le dije yo, haciendo acopio de mis electrolitos más hilarantes—. Y su mujer, claro, no confirma la regla.

Sombrero dejo vagar su mirada perdida, acción por lo demás redundante pero no exenta de rigor caracterizador y rememoró, enternecido, pasados ciclos lunares.

—Qué tiempos aquellos, amigo mío.

Pitusa esbozó una sinapsis ligera y luego, la muy perra, se quitó la chaquetilla y ya sabemos lo que pasa cuando una mujer como Pitusa —con las tetas de Pitusa— muestra sus apreturas. Sombrero notó el cambio y le vi calcular mentalmente ciertas ecuaciones de grados aleatorios, pero se hizo un lío con los números y no digamos con los despejes. Entonces nos dio una explicación que convenció a Pitusa pero no a mí.

—Soy cazador de sombras porque mi padre, que en paz descanse, también fue cazador de sombras. También soy el encargado del camping —dijo y sorbió el orujo.

—Permítame que le diga, señor Sombrero, que está usted como una puta esterilla. Lo que dice —dije— no tiene ningún sentido.

—Sí que tiene sentido —terció Pitusa, y le calcé un soberano latigazo en el culo, todo ello imaginario, pues me vuelvo cobarde cuando se trata de hacer las cosas en serio y fustigar tampoco es lo que mejor se me da—. Tú eres escritor porque tu padre lo fue —añadió y, con la misma fuerza de sus palabras, le traspasé siete ladillas hambrientas. Luego retorné, volví de donde me encontraba rascándole a Pitusa fuertemente el colodrillo y pidiéndole perdón, un lugar entre la ficción y la realidad al que volvería a menudo. Hablé así:

—Yo soy escritor porque me sale de los huevos y porque no me van las profesiones serias —admití—. Mi padre, Pitusa, nada tiene que ver en el asunto.

Sombrero parecía divertirse con nuestras cuitas y nos preguntó si estábamos casados. Los dos esperaban mi respuesta pero yo sólo abrí la boca para soltar un bostezo del calibre de un obús. Mi mandíbula, a raíz de la desmesurada apertura, consiguió crear su propia onomatopeya.

—Sí —mintió Pitusa y, observando mi reacción como por encima de unas gafas de coser, se llevó el vaso a los labios y yo le partí el mío en la cabeza. El orujo encontró suelo.

Sombrero no se sorprendió. Ni siquiera en lo más perverso de mi imaginación logré arrancarle al tipo una reacción natural.


1 de junio de 2011

El KAFKIANO VI

A partir del lunes que viene, vuelvo para poder marcharme otra vez durante una temporada.
Lo necesito.
40 ENTRADAS
40 CAPÍTULOS
(ni uno más)
IRRESISTIBLE
gratuito
Para combatir el tedio
PRÓXIMAMENTE
Ars moriendi
una novelita veraniega para morirse de miedo
Ó J.S.G.

PS: Con el paso de los años, he adquirido la costumbre de borrar todas las entradas anteriores.
¡Para que luego digan que no les tengo en cuenta!