14 de julio de 2011

ARS MORIENDI (8)


8# AROMÁTICO FELINO


Olía fatal. A gato enfermo, moribundo. A gato encerrado. El olor era bien fuerte, de esos que no se olvidan. Me quedé pensativo, bradicárdico, con una mano me acariciaba el mentón y con la otra me tapaba el nominativo singular de la primera declinación. Dejé de oprimir mi nasus y olfateé los orígenes de la fragancia. Olía a gato gordo, a gato hercúleo.

—Agatón de Atenas invitó a Sócrates, el ágrafo, a un banquete con garrafas de vino y música de flautas —me dio por decirle a Pitusa con la intención de derivarla hacia otros estados motrices.

—Tres cojones me importa —me contestó—. Yo ya no creo en el amor.

No andaba ella en su mejor momento. Después del incidente de los marrajos se había quedado definitivamente amodorrada. No avanzaba. Si Pitusa requería mi atención de alguna forma, negarle ese cuidado no era una postura inteligente. Tampoco es de avispados aguijones dejar su orgasmo suspendido como el estornudo latente que nunca se materializa y allí, a siete metros de la orilla, no supo reprimir sus decepciones y braceó, boqueó, parpadeó, pestañeó, manoteó en el aire, se codeó conmigo, cabeceó un balón de playa y luego lo palmeó con habilidad, ojeó por si las moscas y finalmente, con un movimiento de cintura, me pateó.

—Te presento mis disculpas —le dije, dolorido—. Pero no me siento culpable. También yo quería emulsionar.

—Pamplinas —lloriqueó—. Joder a toda costa.

—Estábamos en el mar, mecidos por las olas. Y lo intentamos. Y si no pudimos fue por culpa de Sombrero. No te enteras de la vaina.

—No le des la torta a la envoltura, desgraciado —tronó y, en una especie sincronicidad (Carl Jung) o azar objetivo (André Breton), se concretaron en la infinitud del cielo varios nimbostratos de esponjas negras y agoreras—. ¡Joder a toda costa! —deflagró—. Métetelo en el córtex.

El olor venía atraído por el viento que se había levantado cuando dejamos la playa. Dejamos la playa porque el horizonte se llenó de algodones sucios. Abandonamos la costa, nos vinimos al camping de nuevo, porque Sombrero nos había jodido la tarde. Allí quedó plantado, al aire, y a cuatro yardas nos volvimos para observar cómo crecía con las primeras gotas de lluvia. Primero hizo crujir sus vértebras y estiró su tronco. Le brotaron unas hojas perfoliadas del sobaco, rodearon sus brazos y Sombrero se rascaba con furia vegetal. Luego abrió los ojos, pero no había luz que captar. Sin embargo florecieron en su cuerpo ortigas suculentas y algunos musgos. Se quedó sentado sobre la arena, jugando con ella, escondiendo sus pies, excavando agujeros. No podíamos cesar de mirar cómo jugaba.

No sé como lo hizo, ni por dónde, pero cuando llegamos al camping Sombrero ya estaba rumiando en la garita. Apoyaba sus raíces encima de la mesa y sus ramas detrás de la cabeza. Parecía llevar allí encerrado, según arbitrios del sistema sexagesimal, por lo menos siete décadas.

Llegamos empapados, jodidos de frío. Hay que ver lo brusco que cambia el tiempo en estas latitudes. Sombrero fumaba medio habano porque de tres largas chupadas —más no necesitaba— se había fundido el otro medio. Los colgajos de saliva se apreciaban a cuatro metros, pero no nos acercamos ni cinco.

—Me cago en la sombra de un pavo —reaccioné verbalmente a través de mi esfínter—. ¿Por dónde ha venido este inútil?

—Atajos que me sé —dijo el ubicuo, que ya formaba trío.

—Pues eso se avisa, coño —dijo Pitusa—. Nos das unos sustos de […].

—No sigas, no te oye —intercepté su parlamento—. Se acaba de marchar, y efectivamente.

—Efectivamente qué —dijo Pitusa, que no soportaba la inconclusión. No se daba cuenta de.

Sombrero se metió de nuevo en la garita y le vimos asaltar un bocadillo. Lo agarraba con las dos manos. Era demasiado grande para ser un bocadillo. Me pregunté por qué no nos invitaba esta vez. Tenía hambre. El bocadillo tenía buena pinta. Por el color, parecía de morcilla. Negra, amoratada. O de tortilla. Amarilla. Chillona. Me ofendí lo suyo cuando Sombrero sacó el botijo y un fideo de vino invariable vino a dar con su boca.

—¿Por qué me ofendo? —le pregunté a Pitusa.

—Probablemente —retrucó— porque te pareces a Sombrero. Nunca se sabe por dónde van a tirar los locos ni lo que les va a parecer feo. Me recuerda a ti cuando eras joven.

—Sombrero es mucho más viejo que yo —me hice el ofendido—. De eso no hay duda aunque no esté seguro. Yo no soy ningún monstruo.

En la tienda de campaña nos comimos unas aceitunas aliñadas y, para tragarlas, compartimos una lata de cerveza. Seguía lloviendo y a ninguno de los dos nos apeteció nutrirnos mejor ni de otra forma distinta. Pitusa abrió las aletas de la nariz. No tenía catarro. No se había resfriado pero soltó un caracol sin cáscara. La flema salió al relente por el agujerito de la cremallera. Se posicionó en una hoja.

—Esto no es normal ni muchísimo menos —dijo, deglutió los restos, lo viscoso—. Huele peor.

—Sí —confirmé—. Huele a gato tieso.

Le pegué un trago a la cerveza y salí de la textil carcasa. Investigué lo suyo, por detrás de la tienda, pero no encontré felino alguno. Entonces salió Pitusa y, al rato, con el olfato a tono, me llamó muy asustada, gritó, me dijo que fuera, que acudiera en su ayuda, rápido, muy rápido, que no me detuviera a priorizar. Me acerqué corriendo todo lo que pude dándole uso a unas zancadas que abarcaban los metros a pares exactos, y allí, a metro y medio, Pitusa hincaba en tierra la rodilla. Había una zanja y en la zanja mucho barro y entre el barro un par de ojos y a su lado un gato muerto y en esta frase, se lea por donde se lea, abunda la coordinación.

—No me vas a creer —suspiró Pitusa—. Pero me dio en la nariz que aquí estaba el tercer cadáver.

—Cierto es —dije—. Ni te creo ni te dejo de creer. Pero hazme un favor. Ni se te ocurra tocarle los ojos a ese pobre callejero.

No hay comentarios: