4 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (12)


12# PITUSA ES JACQUES VACHÉ


Había pan tostado con aceite, panceta, zumitos de varias frutas, bollos, morcilla y café con leche.

—Un banquete digital —dijo Sombrero.

Llegamos al cubil con la idea de maltratarle verbalmente. Medio en broma medio en serio, vamos, que no andábamos nosotros muy sobrados de malicia. Darle una zurra oracional, sólo eso, un susto a base de ofensivos sintagmas. En eso consistía nuestro plan.

—Yo le agarro por la pechera y tú te lo meriendas a tortazos —me había dicho Pitusa, de camino a la garita.

—Bueno, ya será menos.

—Sin concesiones. Lo forramos a capones.

—Y digo yo, ¿no será mejor engatusarlo, llevarlo a nuestro terreno y luego contarle una pipa que lo asuste, no sé, algo muy gordo y letal? Para eso tú siempre has tenido imaginación y esos garabatos que hacen el sonido del semitono cromático un poco más grave, no sé, digo.

—Bemoles.

—Efectivamente, Pitusa. Que se joda. Algo que le duela en el alma y que se la ponga a una liebre. Metempsicosis, dicen. ¿No es eso?

—Jojojo, jojojo, jojojo […] —reprodujo Pitusa nueve veces, esto es, al cubo en tres tandas de tres—. Se me acaba de ocurrir. Jojojo. No sé si decirlo. Qué hija de puta vengo siendo.

No pude contenerme. Necesitaba saber.

—Jojojo. ¿Qué cojones jojojo? Que me tienes frito. Di.

—Jojojo —dijo Pitusa.

—Eyacula, coño. Suéltamelo todo.

—Decimos que su esposa ha muerto, que la vimos a la entrada atropellada por el jeep de sus amigos, con las piernas y los brazos fracturados, doblados al revés, mirando para Ceuta. Jojojo. Se le va a caer el pito al suelo.

Tenía Pitusa, en ocasiones, un humor especial muy macabro, tan indecentemente negrísimo que alguno le hubiera restado la hache. No todo el mundo entendía el concepto pero a ella le daba lo mismo. La típica persona que se parte el esternón cuando le cuentan, entre lágrimas y sollozos, que su vecino ha visto ese círculo de luz que todo lo clausura, sólo porque recuerda aquel chiste olvidado que hace años le ofreció, entre aspavientos y risas, su fiel compañero de bloque. O también el típico fenómeno que, blandiendo su revólver cargado, amenaza al público congregado en un teatro para ver la representación de una obra de Apollinaire, Las tetas de Tiresias, que bien podría ser la representación de sus propias tetas, la puesta en escena de las enormes tetas de Pitusa.

[Permítanme que escriba lo que sigue, pues no poco hay de cierto en esta línea]: Pitusa, como Jacques Vaché, morirá cuando ella quiera.

Llevamos a cabo el plan. Lo hicimos con cierto recelo pero deseosos de marcarle una pupa al flojeras, herrado y distinción de nuestra ganadería. Pitusa me lo puso fácil y, aunque nunca había hablado en público, recitó arriscada la invectiva de forma tan creíble que yo casi me trago el anzuelo con sedal, caña, viejo, y no deglutí el bote y todo el Gulf Stream porque Sombrero se puso a refutar:

—Yo no tengo esposa —dijo—. Así que esa señora no era de mi propiedad. Pero mira que desayuno nos ha preparado. Mi mujer me lo tiene dicho: Hay que desayunar fuerte para estar fuertes, para crecer fuertes, para hacer fuertes.

—¿Hacer fuertes? —me retorcí de rabia.

—Castillos —dijo Sombrero.

Comimos. A pesar del imprevisto fracaso estábamos hambrientos y eso se notó. Empezamos con un chorrito de aceite sobre el pan y luego le dimos caña a la panceta. Todo por orden riguroso, así que me tomé un zumo. Y después un bollo, y […], tal y como ya se ha visto.

—Parece que lleváis varios días sin probar bocado —dijo Sombrero—. Otra cosa: parece que lleváis varios días sin ducharos. Ni siquiera el día que me measte las piernas, zascandil —me señaló con el tubo de morcilla—. Que este camping tiene ojos en la nuca y me ha salido una erupción. Sois un poco guarros, chicos.

Cuando te han pillado, apechuga, que decía mi padre, escritor también, pero de artículos de costumbres.

—Los cojones de un pato —dijo Mariano José, o mi padre, o Pitusa, que ahora mismo mezclo personalidades—. Hay un guiri que se le parece. Igualito y naturista, que enseña la picha al personal de amanecida y ficha todos los días.

Vale, tampoco era mi polla la última polla para Pitusa. «Todo vicio trae siempre su consiguiente excusa», Publio Siro (século XIX antes de la era patafísica).

—Eso me han dicho —confirmó la observadora las palabras del poeta.

Llevé mi nariz a dos sobacos y, efectivamente, Pitusa también olía a choto. Habíamos echado algunos polvos pero el agua no se nos vino a la cabeza. Olvidamos por completo nuestra higiene. Bien, lo reconozco. Le pondremos remedio si queremos.

—¡Acabemos con la farsa! —le dije a Sombrero—. Escupe tus noticias y nos vamos a lavar.

—He aquí su parlamento —hablé.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).

Y quien dijo aquí —que fui yo— quiso decir en la otra página.


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