13 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (32)


32# MÉTODO PARA PARTIR DIENTES

El grito de Pitusa, su atronador alarido, provocó varias grietas en la tierra. La ferviente pulsión de los globos oculares hizo que sus ojos se perdieran más allá de sus pestañas. Tuvo, incluso, que utilizar las manos como cazos por si alguno de los dos internos, obligado por la gravedad y sometido a una presión de atmósferas variadas, se decidía por fin a abandonar su órbita. Pitusa se tiraba de los pelos, resoplaba y los papos se le hincharon como a un sapo reventado de nicotina. Pero todo era mentira, una engañifa, puro teatro. Con el perdón de Feng: un cueto chino.

—¡Hay un gocho ardiendo!

Es muy curioso pero Sombrero pegó un bote. Algo en su interior —lo vi en sus lacrimales— presagiaba una tormenta de granizo.

Pitusa señalaba el camino de los baños. Se dirigió a Sombrero.

—¡Un cerdo de tamaño regular!

Salimos pitando hacia el lugar donde se abrasaba el animal. Sombrero, a la cabeza, con las manos taponaba sus oídos. No encajó muy bien lo del cerdo y corría como un gallo sin cabeza. Yo me iba cascando el culo por detrás y pensando si no sería Sombrero el gallo de la fábula de Iriarte. Pero este gallo corría demasiado y tenía cuerdas vocales. Sombrero no paraba de utilizar su órgano fonador, aunque se limitaba a registrar su voz con unas pocas sílabas que repetía sin descanso, ya que apretaba el culo y no había organismo vivo que lo persiguiera.

—¡Chistera!, ¡Chistera! —gritaba.

—¡Chistera!

Y lo repitió tantas veces como quiso hasta llegar al emplazamiento de la porcina ignición.

Nos sacó doce segundos en la etapa y, cuando llegamos al baño, Sombrero ya había apagado el fuego. Se encontraba de rodillas sobre el cuerpo, llorando sin descanso, preso de una desesperación de tal calibre que si hubiéramos sabido que la broma le iba a caer tan gorda, habríamos quemado otro cerdo distinto. Pero no era por el cerdo, que ya venía muerto, sino por el cariño que Sombrero dispensaba a ese trozo negro y humeante.

—Chistera —murmuró, como si se le hubiera ido un familiar.

—Sólo era un cerdo —dijo Pitusa.

—¿Sólo un cerdo, mala puta? —se incorporó, nos hizo frente.

Se podían captar a simple vista los conductos sangrantes en lo blanco de sus ojos. En ese momento no todo el mundo se parecía en eso, pero sí en la disposición de la universal y catedralicia raja que, mutatis mutandis, es la misma para casi todos los bípedos.

—Un respeto —defendí mis intereses como nunca los debí defender.

—¿Un respeto me pides, hijo de zorra? Mi mujer se ha quemado como un perro, y vosotros mancillando su estirpe.

—Como un cerdo —dijo Pitusa.

Sombrero recuperó su llorar desencajado, acariciando el lomo acartonado del gran bicho.

—Pobre Chistera —dijo.

—¡Pero si sólo era un cerdo! —estalló Pitusa obviando el tacto debido—. ¡Sólo un puto cerdo!

Sombrero, cuya galantería estaba fuera de toda duda, la tomó conmigo. Me ofreció una galleta que amablemente rechacé. Después se ofreció a reventarme la cabeza con los pies. Pero luego ya no hizo preguntas y, como me pilló en un extraordinario estado de pasmo inaudito, se limitó a partirme los paletos con un ramazo de roble.

Pitusa me llevó a la tienda como a un borracho se le deja a la puerta de su casa: con la sensación de que no por haber sido la primera vez, será la última.



No hay comentarios: