13 de junio de 2011

ARS MORIENDI (2)


2# JODER A TODA COSTA


La noche se volvió de un negro insoportable. Los grillos le daban a la glotis con una cadencia escrupulosa, muy cercana a la canción de cuna, y eso le daba al paisaje una nota de color. Pero también era negra la partitura de los insectos. Las farolas sólo alcanzaban a dar lumbre a los mosquitos, tal vez considerando la aguerrida actitud de los hematófagos como una petición de fuego para encender sus trompas tabaqueras y poder violar así los fatuos tegumentos nocturnos.

Para llegar a la tienda tuvimos que encender una caja de cerillas. Por suerte teníamos mechero y también contábamos con la caja de cartón, material ignífero por naturaleza.

—¿Por qué? —le pregunté a Pitusa cuando ya nos acomodábamos en los sacos.

—Porque no veíamos, coño. Menuda pregunta.

—¿Para qué mentirle?

—Por darle coba, coño. Menuda cuestión.

—Me cago en la calabaza almizclera, Pitusa. Sabes que no es necesario meter pipas.

—Tarde o temprano será así —me dijo—. Sólo falta que me lo pidas.

—Pues entonces no provoques al personal —dije, y señalé sus pechos duros, presionando ligeramente su pezón derecho con mi dedo índice.

Pitusa sacó el diccionario.

—Son perfectamente lógicas las consecuencias de los actos en los que intervienen apéndices tan imposibles de labrar, rayar, comprimir o desfigurar como mis pezones —avisó, literaria definicional y, con una rapidez muy poco meditada, abandonó a través de los tirantes la hechura de su camiseta sin mangas. Pude ver, en esa ceremonia o rito preliminar, cómo los apéndices mencionados me ofrecían el lugar apropiado para aceptar su ruego.

—O tan hábiles como mis dedos —sumé mis palabras a lo dicho, haciendo así alarde de mi pericia matemática.

Hicimos el amor dentro de mi saco y luego salimos de la tienda a encender un cigarrillo. Esta vez también tuvimos la fortuna de nuestra parte porque conservaba yo, que todo lo guardo, otra cajita de cerillas llena de cerillas espléndidas. Rascamos la lija y nos pusimos a fumar tranquilamente. No me demoré en instigar de nuevo los instintos de mi compañera pues el polvo me había venido al pelo y deseaba, a riesgo de repetir la infracción, hacerlo repetidas veces. Nos metimos en la tienda. Estrenamos su saco. Recordando las cerillas, encontró mi pene nueva lija. Cómo me gustaban los polvos bien echados…

 
[Hagamos un corchete, que van dos emulsiones sucesivas y escribirlo, aunque no se describa, es enjundioso pero también cansa. Les digo lo que pienso y luego ya me dicen, les cuento mi experiencia porque la tengo metida en el coco desde los tiempos del hombre del saco. Joder dentro de un saco es algo que nunca había hecho aunque me lo había imaginado en varias ocasiones. En todas ellas se trataba de otro saco, no un saco de dormir sino un saco de follar especialmente acondicionado para la penetración, con su tacto sedoso, sus conductos de ventilación y un mecanismo sencillísimo a base de poleas, alambiques, trampas y tramoyas, ruedas dentadas que propiciaban la evacuación de elementos líquidos, vapores, y algún otro sólido de pequeño tamaño o por lo menos maleable. Nuestros sacos —todo hay que decirlo— tenían mejor aspecto que los sacos de mis sueños fraudulentos, cosa que viene a ser un saco al revés, por transposición silábica, y no deja mi orgullo magullado ni mucho menos. El hecho de haber pensado en otorgarle a estos sacos denostados diferentes utilidades me llenaba de satisfacción. Esto es algo que, por mucho que lo intento, nunca me saco de la cabeza. Y ahora sigo con la narración, cierro el corchete, que ya me voy recuperando]:

Aferrado verticalmente a una rama, el ulular de un búho amortiguaba el sonido de las olas. El mirón se posicionaba detrás de nuestra tienda, en lo alto de un pino pequeño, y parecía disfrutar de nuestros gemidos entrecortados. Cuando cerraba el pico podíamos oler el mar —de otra forma era imposible—, y es que su seductora tonadilla impedía el correcto funcionamiento de nuestro cuarto sentido.

—Uh-uh-uh —manifestó el noctívago en su cómoda ubicación.

Las estrellas, que no estaban, yacían adormiladas entre las esponjas. Las nubes se movían a sus anchas y una concretó su forma. A mí me pareció la bola de una maraca, pero Pitusa se mostró disconforme. Argumentó su posición de la siguiente forma:

—Se trata de una pirámide, pero mal montada. No por otra cosa parece una esfera.

No le faltaba razón, así que no se la di, pues ya la tenía.

—Mañana lloverá —dije y, del mismo modo, me arrepentí:

—Olvida lo dicho —intenté corregirme, pero ya era tarde.

Pitusa volvió a sacar el tema.

—Si llueve —dijo— no podremos ver cazar sombras al señor Sombrero.

—No tengo ningún interés en eso, Pitusa. Hemos venido aquí para estar solos y joder todos los días, a todas horas, a toda costa.

Le mordí una oreja y ella aceptó la invitación. Corchete:

 
[Supongo que ahora sí comprenden el corchete].

Salimos de la tienda, sacamos los sacos. Sacudimos los restos de anteriores batallas. Nos metimos en la tienda y yo saqué la verga y se la puse en la frente.

—Jojojo —me reí—. Mira que sombrero más guapo, qué bien te sienta.

 

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