24 de junio de 2011

ARS MORIENDI (4)

4# PARA CABRÓN YO

Siempre que Pitusa quiso guerra yo le di motivos para declararla de forma unilateral. Aquella tarde, dentro de la tienda, enarboló sus bragas encarnadas a modo de bandera para embrutecerme. Me las colgó del pene, a media asta, y todavía sobraba un palmo. Seamos gráficos, que todo el mundo lo entienda: era una bandera minúscula.

Cualquier manual de estrategia militar, en caso de poderoso enemigo, desaconsejaría el ataque frontal y abogaría por una incursión fugaz, una guerrilla intermitente que minara la moral del otro bando. Pero Pitusa, si tuviera huevos, los tendría de hormigón, y así no hay revolución que le plante cara. Me decidí, por tanto, a darle fuerte por detrás, sin que me viera —que sólo me intuyera—, y procedí a realizar mis incursiones con celeridad, dando órdenes a diestro y siniestro y obviando el cansancio de mis combatientes que pedían misericordia incluso de tanto meter y sacar sin resultado su bayoneta en agujeros que, ciertamente, no eran de su competencia. Bregaban los soldaditos con furia y uno de ellos, a cargo del cañón más gordo, lanzó una viruta con tanto ímpetu que el valiente casi se me escoña del retroceso. Con todo, aquel raso tomó el cerro. Si sigue así lo asciendo a cabo.

Los gemidos de Pitusa se fundieron en la lluvia, que tocaba con fuerza en la lona, y yo le agarré las coletas y tiré recio de ellas mientras le cantaba las cuarenta.

—Ni una palabra a ese perro, perra. ¡No haremos prisioneros!

Terminamos la contienda y nos dirigimos a las duchas. Firmamos la paz por el camino y de todas las prerrogativas que acordamos sólo una me jodió verificar. Devolví las bragas sinceramente apenado. Adoro conservar ciertos detalles detonantes. Con todo esto y con lo que me guardo en el tintero, la guerra estuvo entretenida y apenas tuvimos que lamentar daños menores. Yo perdí doscientos hombres a mayores, todos ellos concepturus, que salieron pitando cuando divisaron la esfera. Pero no hubo heridos, no, y corrimos mucho. Yo corrí una vez y Pitusa tres. Físicamente, todo hay que decirlo, Pitusa está como una cebra.

Nuestras tropas, como escribo, se fueron marchando hacia las duchas. Nosotros llevábamos dos toallas y un poco de champú. Penetramos. Debajo de los chorros, con los párpados bajados, Sombrero se impregnaba los huevos de jabón. Me entraron unas ganas terribles de gritar.

—Silencio —le indiqué a Pitusa por lo bajo. Llevé mi boca a uno de mis dedos, tal vez el índice.

Me acerqué con sigilo al bulto enjabonado y saqué una minga malhechora. Era lo único que tenía a mano. Apunté directamente a su culo y fui bajando por sus piernas hasta llegar a los pies. Recorrí todo su tren inferior y dos vagones que colgaban bajo las nalgas respingonas. El agua caliente se desentendía de la cebolla y se mezclaba con mi orina esquivando los pelos duros. Su trayecto comprendía varios afluentes, que se bifurcaban una y otra vez, pero siempre terminaban en la reja del desagüe. Me la sacudí con brío y allá en el fondo, en lo más oscuro de las cañerías, alguien tocaba dos campanas ayudado por sendos badajos. Sombrero seguía apretando los párpados.

—Eres un cabrón —me dijo Pitusa.

Me la guardó.

Yo no atinaba con los botones del pantalón. Tampoco recuerdo gratas experiencias con las cremalleras. Pitusa me trataba como a un niño al que todavía le tocan las bolas para comprobar que los testículos siguen arropados por su epidérmica manta. Era un gesto tierno que ella siempre me dedicaba. Me gustaba que me tocara las bolas, a quién no. A los toros, es posible. Como a un niño. Como a un ángel regordete. Como a un hijo ya formado con testículos descargables.

Salimos de las duchas y esperamos a Sombrero tras las zarzas, esos tallos que siempre están bien ubicados para la ocultación. Sombrero apareció al poco con la toalla a la cintura y unas chanclas en los pies. No llevaba zapatos. Me dejé ver, salí de pronto, le di un susto de muerte para vengarme de la visión de su nariz coloreando de sebo el cristal del restaurante. Nos saludó como si las cosas que ocurren no tuvieran consecuencias, como si para él las reacciones de un tipo como yo no tuviesen importancia más allá de lo evidente.

—Estoy fresco como un polo —dijo, y los vapores adornaron su testa—. ¿Nos soplamos unos vasos?

Esta vez rechazamos su invitación. Paseamos durante toda la tarde por la zona de las parcelas. Nos perdimos. Recuperamos la senda de la perdición. La tormenta cesó y los inquilinos asomaron las orejas. Primero una oreja, luego el rostro completo y después la otra oreja. Salieron de canto. Sombrero tenía razón. Aquí todos son extranjeros. Nadie se fijó en nosotros y nosotros nos fijamos el uno al otro. Así, abrazados, pegajosos, petrolíferos, Pitusa y yo llegamos al seto, esa madeja silvestre que siempre está bien ubicada para esconder cadáveres.

Y allí, sobre un charco de sangre y abrazado al suelo, estaba ese maldito calladito como un muerto.




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