22 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (20)


20# LAS HERMOSAS PESADILLAS

Sombrero tomó el camino de la garita. Pitusa y yo no estábamos para galopes, así que nos metimos en la tienda y, aunque le peiné la crin con las uñas, ni se nos pasó por la cabeza friccionar.

Pillé a Gargantúa por una lorza. La lectura me llevó directamente al limpiaculos. Estaba oscuro pero por suerte portaba linterna. Capítulo XIII. Que se lo limpió con salvia, hinojo, aneto, mejorana y otras friegas. Y luego con sábanas, con la colcha, con las cortinas, con un tapiz, con un trapo y con un tapete. El limpiaculos. Llevaba cuatro días sin cagar y el estreñimiento, según dicen, ha estudiado minas y conoce las vías. Quizá por eso di con el capítulo correcto. Si no podía deshacerme de los cocodrilos, al menos no me vino mal pensar en ellos.

Pitusa estaba frita. Roncaba si no hablaba y sobre su pecho yacía Pedro Páramo.

—Sal de ahí —ordenó Gargantúa—. ¡Mierdadiós!

Pedrito se asustó y salió del saco. Estaba muerto. Me dormí. Podía escuchar cómo masticaban los gusanos, cómo reforzaban sus arterias las hormigas, cómo un funcionario pasaba línea en una máquina de escriturar. Y vi a los uniformes arrastrarse con los codos en una trinchera y luego cayó un mortero lleno de perejil y los tiñó de verde. Sombrero andaba boca abajo y se tragaba la tierra que nosotros pisábamos y que guardábamos en sacos de dormir y entonces la tienda se vino arriba, ascendió, levitó. Y luego descendió, y nosotros ya estábamos dentro de la tienda. Pitusa preguntó, desesperada:

—¿Por qué seguimos aquí?

No me dio por despertarme para contestar, pero aún así me vi obligado a responder.

—Ya lo te lo he dicho, Pitusa. Nadie nos va a joder las vacaciones.

—Sí, pero este camping está maldito. La gente muere. Los que no mueren se quedan. Los que se quedan lo hacen sin preocuparse de los que mueren.

—Se irán. Todos terminan por abandonar el lugar.

Le acaricié la mejilla. Calma. No te preocupes por nada, niña, soñaba. Yo te cuido. No temas. Sigue durmiendo. Si fuera posible, niña. Intenta no roncar. Estoy contigo. Estoy aquí. Nadie te hará daño. Yo te guardo. Yo te daré lo que necesitas. Pide por ese piñón, boquita de niña.

—Vigilaré tus óvulos, tus ovarios, todo lo tuyo —dije.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).

Pitusa, por suerte, roncaba con partitura y estuvo a punto de despertarme en uno de sus arpegios.

—Grogrogró —tronó y, en el onírico cristal de la quimera, agregó:

—Aquí tienes material para una novela. Cadáveres, uniformes, sexo.

—Una pena —dije—. Ahora se llevan los artefactos de más de cuatro kilos. ¿Ubi sunt los significantes? ¿Ubi los continentes?

—Grogrogró —asintió Pitusa—. Pero rellenas con paja. Un buen escritor debería describirlo todo al detalle. La vestimenta de Sombrero, el esplendoroso plumaje del búho, la cuadrícula de las parcelas, la constelación de la máquina neumática, grogrogró, yo qué sé, qué sabré yo que estoy dormida.

—Lo importante de Sombrero es que está ahí, Pitusa, que forma parte. ¿A quién le importa con qué se tapa el cimbrel?

Quise despertarme. Necesitaba despertarme, volver. Dejar de manchar el aire. Dejar de escribir. Pero no hubo forma y de repente. En un segundo. El miedo. Ese gigantesco monóculo apretado a mi ojo. Y luego el limpiaculos, el dolor. La costra. No temas, niña. Yo te cuido. Yo te limpio. Yo. Quieta. Continúa el soliloquio. Sus palabras eran suaves, pulcras, intermitentes, dulces. Aparta tu mano, boquita de niña, o harás que me corra. Escupe tu miedo, disfrútame aquí, ahora. Ahora que estamos solos.

Comencé a sudar cuando escuché los gritos de los extranjeros caídos, un lamento gótico, oscurecido por la tinta que ensuciaba mi culpa. ¿Qué se podía hacer? Aguantar su acometida, soñé, no perder el control. Mañana despertaremos dentro de la tienda, en nuestra parcela, la luz del nuevo día caerá a pleno pulmón, como un soplido estentóreo sobre la hierba mojada. Y ahí estaba Pierre con su cuchillada.

—Tú venías con ella de Perpiñán —le dije—. A mí no me engañas, amiguito.

Je ne peux pas parler sans cordes vocales —quiso decir Pierre, pero al modo francófono—. Une ombre les a coupé pendant la nuit.

Pitusa interpretaba su cantinela. Grogrogró. Sus ronquidos eran cada vez más débiles, sus músculos incapaces de cualquier representación. El sueño adquiría profundidad, consistencia.

—Oye, Gavrielatos —dijo—. Fúmate este filtro, majo.

El muerto dio las gracias a Evaristo y cogió el pitillo. Lo encendió con una cerilla de cabeza roja, rascándola contra su patilla de alambres.

Fuego. Los sacos ardían. Los libros ardían. Nuestros poros anegados de lava. Los dientes marchitos del perro que guarda el infierno. Yo te salvo. Yo te apago. De la tienda sólo quedaba un esqueleto de varillas chamuscadas, y luego el cielo, las estrellas, las esponjas dormidas sobre sus pies, un espectáculo de formas diversas en el que destacaba un sombrero de copa, una brisa imbécil que nos mecía como mece el otoño raquítico sus hojas amarillas. El cemento, la sangre, el metal de las heridas pasadas, los crímenes futuros. La noche enferma. El delirio madrugador. El espasmo de un ronquido aplastado contra las rocas. Algo parecido, pero menos lírico.

—Grogrogró —entonó Pitusa.

Sus maromas vocales colgaban del acantilado. Agarré con fuerza esos músculos elásticos y descendí a pulso su tracto completo para encontrar las olas que consumían bravas el roquedal. Allí estaba Pitusa, paralizada por el miedo, aterrada por su temporal parálisis.

—Despierta —desperté.

Y ella abrió los ojos, despertó, y no sé en qué momento comenzó a pegarme, a descargar sus puños contra mi rostro sin hacerme ningún daño, con la debilidad del vástago pero con la furia y el deseo de la cópula, y no sé en qué momento enlazó sus piernas y se enderezó como una cobra, un tallo al sol, turgente, que abre sus piernas y requiere la anticipación del rayo, la irresistible penetración de las partículas fotosintéticas. No sé en qué momento me di por vencido, claudiqué y me dejé arrastrar por la corriente de un vendaval de líquidos y humores, por la eclosión del olor a sudor de nuestra hembra y no lo sé, lo juro, no lo sé, no sé en qué momento comenzamos a follar.

Esa noche echamos nuestro primer polvo de irrealidad. Todavía inconscientes, desorientados, en el duermevela de una hermosa pesadilla, ignoro cómo pudimos encontrar los propicios agujeros en el interior de nuestra tienda, cómo logramos vencer la oscuridad acostumbrando los ojos a la exánime e intermitente luz que nos proporcionaba mi linterna.

Fue algo especial y, ya de amanecida, nos pusimos colorados de vergüenza. Con luz eléctrica podía lamerle los glúteos sin ningún pudor. Ella era capaz de cortarme las uñas de los pies con los dientes. Pero joder con el atenuante del estado de necesidad, y disfrutarlo, hacía que nos sintiéramos como adolescentes primerizos ante primerizas pollas o coños primerizos. Lo cual, por otra parte, no estaba mal del todo. Incluso estaba bien. Pero estaba ya muy lejos de la realidad, único espacio realmente acondicionado para la inteligencia.

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