26 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (23)



23# LAS HORRIBLES PESADILLAS


Las lluvias fueron torrenciales y muchos veraneantes dieron por finalizada su estancia en el camping. El agua no dio tregua durante varios días y quedaron muchas parcelas vacías que no volvieron a ocuparse. Nadie llegaba. Fue un golpe de suerte para los cándidos foráneos que evitaban, así, desagradables sorpresas.

Pitusa y yo nos mantuvimos dentro de la tienda, dentro del saco, yo en el interior de ella muchas veces y otras tantas ella succionando mis preciadas calorías. Comíamos poco, bebíamos lo justo. Ensayábamos nuevas posturas en espacios reducidos y también fuera del espacio, las manos de Pitusa —pegajosas de resina— apoyadas en el pino del búho, bien consolidados sus pies sobre el suelo. Una noche cayeron tremendas gónadas del cielo, pero mi pareja ya había adoptado su tamaño original. Nos sirvió de recuerdo, como anécdota para nuestros futuros hijos, pues ya volvíamos a hablar de matrimonio y desde que llegamos al camping la palabra profiláctico se nos hizo un socavón infranqueable.

Pitusa leía a Kavafis.

—Vuelve otra vez y tómame —recitó.

Se aburrió tanto con la musicalidad del octosílabo que se amodorró en profundidad. Era un verso muy cansino y yo no supe en qué medida lo había somatizado. Comenzó a roncar.

—Sé prudente —le dije, y apoyé la cabeza en la muelle y aterciopelada panza de Ubú.

Acto tercero, escena VII. Ubú dijo:

—Se abre la sesión.

Me ubiqué inmediatamente encima de Pitusa. No se quejó porque no podía respirar. Me levanté un poco y sus pulmones reflotaron apartando levemente las costillas.

—Grogrogró —masculló.

Los ojos libidinosos del picudo barrigón estallaban expectorantes en las gargantas escarpadas de mi fiel compañera. Me dormí sin darme cuenta.

—¡Estúpido hombre! —dijo Madre Ubú.

—Cuidado, señora de mierdra —dijo Ubú.

Charrasco de plata, cuerno de mi panza, aprendiz de hacendista, soñaba. Pitusa se puso a 39 kilómetros por hora y yo ya me lanzaba con la moto a 150 grados. Las ruedas se encendieron, volvieron a quejarse y proferían pegajosos exabruptos contra el césped. Mierdra. Disparé unos ripios vertiginosos y prendí fuego a las tiendas. Un magiar asomó la pelota.

—Me llamaba Palinkas —dijo.

—Exacto —repliqué, y embragué—: Porque estás bien muerto, amiguito.

La tienda se hundió en la tierra y allí, donde lo negro, se respiraba peor. Arreciaron los ronquidos. Nos vimos envueltos por un conglomerado de llamas azules y proyecciones sulfúricas. Erupciones de lava, un poco de magma, un tanto de humo, gases, material ceniciento y piroclasto. Una chimenea y un pitón de roca. Pensamos que podía tratarse de un volcán porque tenía cráter. Nos dimos cuenta a la tercera y entonces venció el ventiladero y sufrimos quemaduras importantes. Ya nos habíamos meado las heridas cuando recordamos que el sistema no era el apropiado. Confundimos el ardor volcánico con la picadura de un celentéreo. Miren que fuimos.

—[Algunos pictogramas del alfabeto chino] —dijo la cabeza de Feng, que rebotó en un saliente de roca y se dejó llevar por una fumarola.

—Lo que tú digas, amiguito.

Un cuerpo se balanceaba como un tutú altruista, es decir como un yoyó egocéntrico.

—[Algunos ideogramas del alfabeto chino] —dijo Limi.

Y fue más elocuente cuando añadió:

—[Algunos fonogramas del alfabeto chino].

Pitusa despegó los ojos justo a tiempo para observar mi delirio constante, mis sudoraciones. Estaba empapado de líquido blando, espeso, insípido.

—Yo te cuido —dijo—. Yo te limpio. No temas. Estoy aquí para lo que necesites —me chupó—. No sabes a nada. Sabes a trance.

Noté que me acariciaba la cabeza y pensé que mi cabeza se separaba de mi cuerpo, que mi cabeza se iba y jamás volvería a mi cuello, que se emancipaba de mí, mi cabeza y, en una especie sincronicidad (Carl Jung) o azar objetivo (André Breton), de nuevo contemplé la cabeza de Feng y otras alucinaciones distintas.

—La cabeza de Feng —me oí decir.

Y luego un brazo que me ahogaba, una zarpa de huesos y falanges, un pie sin calzado y un torso desnudo.

—El paquete de Feng —me oí decir.

Y vinieron a mi cabeza la cabeza de Feng y los huevos de Feng y la bolsa de plástico y algo que parecía un jeep, pero no lo era, no era un jeep, no creo, sólo lo parecía. Y los uniformes, también los uniformes me asaltaron furiosos, bravos, verdes, almidonados. Entonces se fueron. Y después volvieron y así, en un penetrante ouroboros, estuvimos lo que a mí me pareció una eternidad, un trecho bien largo, una muestra más de la inabarcable jurisdicción de los sueños, pero a Pitusa apenas le pareció un destello, una ligera y fugaz expresión más del inconsciente, o del subconsciente, yo no entiendo la diferencia pero lo vi en sus ojos que no eran sus ojos, no, sino una nueva representación de lo que yo considero impenetrable.

—Desperté —dije.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).

—Menos mal que me lo dices —dijo Pitusa—. De otra forma sería difícil precisarlo.

Durante los días siguientes Sombrero no dio señales de vida. No abandonamos la tienda. Desde allí olíamos a diario las recetas de su mujer y una tarde estuvimos a punto de salir. Todo estaba tranquilo.

—¿Salimos?

—Saldremos —aceptó Pitusa.

Afuera, el silencio. Todo en calma. No parecía el mismo camping ni las mismas parcelas. Nos encontramos un desierto gris, el terrorífico horror vacui.

Pero mierdra, Monterroso.

Cuando despertamos, Sombrero todavía estaba allí.

No hay comentarios: