29 de julio de 2011

ARS MORIENDI (10)


10# NO ME GUSTARÍA ESTAR EN MI PELLEJO


—Deberíamos irnos —me dijo Pitusa ronroneando dentro del saco—. Apenas llevamos en el camping unos días y ya van tres, sin contar el gato.

—¿Le sacaste los ojos? Di.

—¿Te caben dudas?

—No. Digo sí. Bueno, seamos cautos. No me decanto por ninguna respuesta.

—Maldito zorro —se incendió, arrugada como una pasa—. Dejando a un lado tu genoma, dime: ¿Es ésa toda la confianza que en mí depositas?

Prolongué ese simpático bucle.

—No. Digo sí. Bueno, seamos cautos. No me decanto por ninguna respuesta.

Pitusa me agarró por los huevos y me hizo una pregunta que no pude responder, ni siquiera la entendí, ya que sus deditos se aferraban a mi piel mullida y la posibilidad de articular una palabra se me antojaba una tarea irresoluble, un reto por lo tanto, así que, contra todo pronóstico, lo intenté:

—Hijadeput […] —dije, y no lo conseguí por una letra.

El giro vino a ser de unos 233 grados sexagesimales —451 Fahrenheit, calculo, pero soy de letras—, lo que chamuscó mis pelotas de cartón, cuyo carácter taimado favoreció sin duda la sofocante canícula.

—El puto búho —dijo Pitusa, y soltó repentinamente mis cenicientas nueces, que danzaron en el aire sorprendidas por la afinación de una orgiástica melodía. Rebotaron varias veces contra la gravedad, retornando otras tantas a mis cordones espermáticos—. Ése pájaro embravecido le sacó los ojos.

Recuperé mi figura tras la testicular torsión. Pitusa se tranquilizó y me acarició la manta. Arrepentida, sacó un poco de crema de una bolsa de mano. Venía lo bueno, y llegó con la intencionalidad de un soberbio masaje deportivo cuya crueldad, como fácilmente puede imaginar cualquier defensor del realismo más impertinente, era deliciosamente intolerable. Aparecieron las primeras babas —ese líquido preseminal tan lubricante— y yo le pedí serenidad, le imploré una buena dosis de sosiego, pues todavía me encontraba convaleciente y más vale hacerlo suave que ir saltando de pliegue en pliegue.

—Vale, fiera —me dijo—. Te doy cinco minutos.

—¿No has oído la recomendación? —volví a lo primero que dijo, allá en los inicios del capítulo—. Esos palurdos son capaces de meternos internos.

Mi escroto se fue descomprimiendo y retornó la elasticidad de mis pellejos. Las manos de Pitusa eran, para estos menesteres, las manos de una diosa fisioterapeuta o de una heroína con zarpas de medusa urticante —que ni sé si existe ni existió algún día— y, para comprobarlo, acepté revisar mentalmente y de cabo a rabo la teogonía de Hesiodo, revisión que devino agotadora pues fueron trabajos y días perdidos, ya que no encontré rastro de Pitusa ni de la madre que la trajo al mundo, que Dios confunda —a la madre que la chiscó, escribo-digo, que el mundo no tuvo ni tiene culpa de nada, es un decir— y, si es posible, que no resucite al tercer día, y menos al cuarto, que Pitusa ya venía huérfana de los dos sexos cuando la conocí.

Rojos los tenía, los cascabeles, y me quejaba mucho porque ambos me picaban un huevo —lo que son de cucos los componentes del signo lingüístico—, pero haré notar que este color, el primero del espectro solar, siempre fue, precisamente, uno de mis favoritos.

—Uh-uh-uh —terció el búho, quizá sintiéndose culpable por el lío en el que nos había metido.

—Podías haberte comido el gato entero —le dije—. ¡Oto de mierda!

El búho, ofendido hasta las uñas, incrustó una garra en su esplendoroso plumaje.

—Uh-uh-uh —repitió.

—Uh-uh-uh —dijo Pitusa—. Jojojo, qué búho más gracioso.

—Uh-uh-uh —sonreí yo, y lo que son las cosas.

Me sentí mejor, más nutritivo y entonado, razón de más para no alargar innecesariamente una penetración que por otro lado me venía de fábula para descargar mi mala leche, leche maliciosa, leche infecciosa en esa férrea coyuntura y, por qué no plasmarlo por escrito, radiante de células germinales. No me fui por la tangente. Muy al contrario, lo hice así:

Coloqué a Pitusa en posición de furor salvaje, mirando hacia la cremallera de la tienda, como dicta el maestro Vatsyayana. Yo, por cierto, también miraba hacia ese lado. Con el ojo vago, o de lejos, podría parecer que me estaba calzando un pony, pero quien relinchaba era Pitusa que, gracias a mis carnes, tenía tubo para rato.

—Uh-uh-uh —seguía ella con lo suyo, dialogando con el oto del demonio.

—Cierra la cremallera —supliqué, a una micra de anegar el oleoducto.

Pitusa cerró la tienda alargando los brazos. No tuvo más opción, por lo tanto, que dejar de pellizcarse los botones.

—Que cierres el pico —insistí, pues no me hacía caso.

El búho, por fin, guardó un silencio de sepulcro. Cualquiera diría que se le había muerto un pariente.

La luna colgaba de la noche, pero no pudimos ver su péndulo. Nos dormimos abrazados, muy juntos, en el mismo saco, como en los comienzos de nuestra relación, cuando detalles como éste eran lo único importante.

No podemos dejar que lo mortecino nos joda las vacaciones. Esta es la oración que se me vino a la cabeza, justo antes de dormirme. Para que vean que también tengo mi punto tierno —soslayándome el cipote de forma recíproca—, agregaré que el intervalo, sin embargo, fue demasiado largo para mi gusto y sarcásticamente entretenido.

Pitusa no soñaba o, al menos, no se despertó para decírmelo. Pero sudaba a chorros, se retorcía como un reptil sin cabeza. Debía ser muy bruta, su pesadilla, porque al poco atrapó mi dedo entre los suyos y ella misma, sin previa solicitud de ayuda, se lo introdujo rectilíneo y hacia arriba a través de un adverbio de tiempo que no quiero ni mentar. Rasgueó sus cuerdas vocales para decirle a Sombrero maricón, bombea un poco más fuerte, y yo no sabía si darle un beso en la frente o huir hacia delante, más o menos hasta el infinito lleno de ácidos. Así que me cambié de saco y las pasé rameras para conciliar el sueño. «Escucho y olvido», que dijo Tao Te King.

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