24 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (22)


22# MATAR


No era que estuviese cabreado pero entrar en el saco y comenzar a contar cabras fueron acciones simultáneas. Sombrero y sus secuaces no me quitaban el sueño aunque lo intentaban a conciencia a base de estúpidos morfemas y lo palmario, lo evidente, es que se me habían inflamado los testículos por alguna razón desconocida. No sé si en esto, y en el asunto de Morfeo, tuvo algo que ver lo encabronado que estaba. En cualquier caso, como en ese momento tenían mis colgantes un interés relativo, no me importó mostrarle a Pitusa mi secreto y, cuando me vio las bolas, le entró un canguelo milenario.

—Por qué, por qué, por qué —tripití—. ¿Por qué los tengo como zepelines?

—De follar no creo —me dijo Pitusa, y me hizo un examen que suspendí por los pelos rizados.

—Otra cosa no se me ocurre.

—Qué curioso —amasómelos—. Parece que están llenos de agua.

—Jojojo —reí—. Me duelen.

—Lo mismo están llenos de pus —dijo, muy seria, Pitusa, y arropómelos con cariño—. O de helio si, como dices, son huevos dirigibles.

—Todo esto me supera.

—Sé fuerte —dijo—. Agárrate los machos, huevo.

—Cualquiera los abarca en este estado. Mira qué manitas de nasciturus, observa mis aerostatos.

Pitusa suspiró. Asintió varias veces. Confirmó algo muy suyo. A esa parte yo no tenía acceso. Así estuvo media hora. Asintiendo. Confirmando. Suspirando. Ordenó los verbos y los actos de forma aleatoria. Confirmó varias veces. Suspiró varias veces. Asintió. Pensé. Algo planea. Pensé. Esta chica me enciende. Pregunté:

—¿Qué planeas?

—¿No se trata de matar? —dijo, daba miedo. Su cara desencajada, una acuarela de rojos pasión—. Pues matemos. Nos llegó la hora —el odio pintado en la jeta, la locura latiendo en sus puños crispados—. Es nuestro turno. Nos toca —una carótida infartada, un corazón negro—. Matar —dijo—. Matar —dijo—. Matar.

Pitusa dijo:

—Matar.

—Vuelve en ti —le dije.

—Matar —dijo Pitusa—. Matar.

La cogí por una oreja. Zarandeé su cuerpo para sacarla de su órbita asesina.

—Suéltame ese tímpano —suplicó.

—¿Vas a matar?

—Matar. Matar —dijo Pitusa.

Redoblé mis sacudidas en número y potencia. Apreté su lóbulo con fuerza y pensé que se desgajaba del cartílago.

—¿Vas a matar?

—Matar —dijo Pitusa.

Abofeteé sus nalgas. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Parecía gustarle. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Pitusa estaba fuera de sí. La penetré para sentirme dentro, para que ella recuperara su interioridad con un trocito de mí. Generoso. Desprendido. Un gesto desinteresado, altruista.

—¿Vas a matar? —le pregunté, nuevamente, mientras la sodomizaba.

—Haré lo que me pidas, fiera.

Se estaba recuperando. Saqué mi trozo y ella se dejó caer mansamente sobre los sacos. Suspiró, luego gimió. Volvió a gemir. Suspiró.

—¿Qué ha pasado? —se quejó.

—Que te he zurrado de lo lindo. Tienes fiebre.

—Me duele un poco el culo.

—No sé de qué me hablas.

Me di la vuelta para que no viera en mis ojos la violenta penetración. Se hizo una idea.

—Enséñame los cojones —dijo—. Tengo vagos recuerdos.

Se los mostré. Amasómelos.

—Qué curioso —dijo—. Parece que están llenos de agua.

Se los puse de sombrero.

—Jojojo —me reí—. Mira que sombrero más guapo, qué bien te sienta.

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