11 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (16)


16# EL ROMPECABEZAS

Tras media hora de fructífera recolección conseguimos recomponer una figura original, humana, terrible. El mismo muerto, de haber estado vivo, se hubiera paseado por el camping con orgullo y a nadie se le hubiese ocurrido preguntarle intimidades. Sombrero sacó un toldo de la garita y lo desplegamos sobre el suelo del patio y lo cierto, ahora que lo pienso, es que quizá deberíamos haberlo dejado todo en ese instante. Era demasiado involucrarse: demasiada dinamita para gente normal.

La clase magistral de anatomía comenzó con la disposición de los trozos y hubo quien proyectó el caldo del mojito, quien no pudo aguantar la acometida del hombre fragmentado en pedazos de carne, quien no se vio capaz de contener su asco, su miedo, su incomodidad más acuciante. Ese tipo era yo, y ahora me avergüenza reconocer que, habiendo en cierta ocasión escrito un estudio realista y concienzudo sobre los capadores de gatos en el medio rural segoviano, en aquella fracción de aparente ficción no pude resistir la imagen de los trozos y me vi obligado a deponer. El hombre mutilado daba repelús y a Pitusa se le pusieron tiesos los pelos de los brazos. Tan tiesos que me cepilló el cogote cuando vomité. Recuerdo perfectamente el rastrillar de sus cerdas porque todavía tengo en la cabeza En la colonia penitenciaria, ese relato de Kafka. En aquella historia el viajero escucha las entusiastas explicaciones del oficial sobre su máquina de tortura, un procedimiento insólito y letal que ajusticiaba a los malhechores en una sangrienta agonía. Un baile de agujas sincronizadas, perturbadoramente bellas. Y, en este caso, el «dibujante» era el brazo de Pitusa y sus pelos como clavos constituían el «rastrillo». Me dejó en la nuca una inscripción, la inscripción de mi sentencia, tatuada con certeros tajos: «Vomita tus miedos, haz una gárgara con su derrota».

—Primero el tronco —dijo el uniforme de mayor rango—. ¿Quién tiene el tronco?

—Yo —dijo un uniforme y, con cuidado, lo colocó sobre el plástico, justo en el centro.

—¿Ubicación?

—Tras unas zarzas, a la vista de todo el mundo.

—No tiene polla —dijo Sombrero—. No tiene huevos.

—A ver esa polla —dijo el jefe—. A ver esos huevos.

—Mi turno —dijo otro uniforme.

—Coloque ese paquete. ¿Ubicación?

—En la garita de Sombrero, encima de la mesa, a la vista de Sombrero.

—Parece chino —dijo Pitusa, observando la forma en que los verdes se rompían la cabeza para armar el muñeco.

—Brazos. Piernas. Pónganle los brazos y las piernas.

Dos pares de uniformes procedieron. Insertaron las extremidades en los huecos destinados a la motricidad. Probaron las articulaciones.

—Los dedos los metimos ya en el jeep, en una bolsa de papel —se disculparon.

—¿Ubicación?

—En el jeep, en una bolsa de papel —dijo un uniforme.

—Ubicación de los cachos, digo —dijo el uniforme con galones.

—En las duchas.

—En los baños.

—En una caravana de polacos.

—En la rama del pino, al lado de un búho.

—Correcto —dijo el jefe, y señaló la cabeza del chino, que colgaba de mi mano por los pelos.

Completé el cuerpo con una mueca de asco, todavía sentía la náusea en el estómago. Después de ponerle la cabeza no pude contenerme y le torcí la boca e intenté sin éxito cerrarle los ojos pero sus párpados permanecían rígidos y apenas logré ocultar una parte del globo.

—Era chino, sin duda —dijo Pitusa y, muy ladina, añadió—: Aquí todos hemos aportado pieza menos Sombrero. ¿Qué ha traído él? Que alguien me lo cuente.

—Paparruchas —dijo un verde—. Cuentos chinos.

Nos miramos extrañados. Los uniformes iban a salir en defensa del colega cuando Sombrero levantó el serrucho.

—Es lo que yo llamo un colaborador necesario —dijo—. El arma del crimen.

Pitusa abrió la boca. Todavía recordaba el brillo del cuchillo jamonero, la sangre perlada en la hoja metálica.

—No te rompas la caput capita —declinó Sombrero ambos números del acusativo y, por extensión, también una explicación sobre el hallazgo del serrucho.

Y luego, al ver que nadie comprendía sus formas singulares, ni tampoco las plurales, destrenzó su lengua para no aburrirnos:

2 comentarios:

Lucas Passerini dijo...

Bueno, hace rato que no te leía, y por suerte veo que no has mejorado nada. Qué locura, che, es genial la locura que carga tu prosa. Un gusto leerte. Un abrazo.

El Kafkiano dijo...

Bienvenido de nuevo, Lucas.

Abrazos gordos!