17 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (18)


18# SIEMPRE SOMOS DEMASIADO BUENOS CON LAS MUJERES


Fue una noche agotadora, pero no tanto como para rasgarse las vestiduras ni echarse las manos a la cabeza.

—Odio las expresiones hechas —dije.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).

—Quien no te conozca, que te compre —hizo una frase, Pitusa.

Los verdes liaron el paquete de Feng y, cuando uno utilizó esta expresión —«liemos el paquete de Feng», había dicho—, otro, partiéndose las nalgas, dijo:

—Y luego nos lo fumamos, que son veinte cigarros.

Pitusa trazó el bosquejo de una risa pero reprimió sus negros instintos, ya que el tabaco era chino pero las hebras rubias. Y es que «Feng», así, como suena, sonaba como una marca de tabaco oriental, de fácil promoción.

«Tabacos FENG, cigalos goldos».

«Pluebe FENG. No se alepentilá».

«Tengo pulos FENG, señolitas FENG, cigalillos sin filtlo FENG, pala pulmones de púbel».

«Fúmese una pipa FENG, velá qué lica»

No era momento para vainas. Los uniformes, con sus costuras deshilachadas y sus botones cuadrados, ya se habían divertido sustanciosamente.

Cada uno por su lado y todos por la sombra, nos fuimos a dormir. Por el camino, Pitusa se mostró preocupada. El paradero de Limi la tenía en ascuas.

—No da señales de vida ni con el marido muerto —dijo.

—Abandona esa brasa —le dije, intentando recomponer su espíritu—. Deja que esos mamones hagan su trabajo.

—Esos mamones no sabrían hacer la zeta ni con la espada del Zorro —gruñó.

—Seguro que está bien. Las chinas son duras como piedras.

—Pero son pequeñas.

—Porque son chinas, Pitusa. No hagamos conjeturas.

Pasé mi brazo por encima de sus hombros y rocé su pabellón con un dedo. Le dije algo cariñoso al oído interno del otro pabellón. Quedó muy agradecida.

«Siempre somos demasiado buenos con las mujeres», escribió la novelista irlandesa Sally Mara o Raymond Queneau, que viene siendo cosa parecida. Esto era lo que pensaba yo mientras jugaba con la jeta de Pitusa e intentaba prevenirla de algún modo, con la sana intención de alejarla de ese estado oriental y desgraciado, como al perro que fija su mirada en una mala idea, en un acto inmediato e instintivo que no le hará ningún bien. Era, en todo caso, el título de una novela irlandesa. O francesa. No es lo mismo —aunque puede parecerlo por -esa terminación— pero aquí, ahora, no importa demasiado y viene muy a cuento porque no zarandeé a Pitusa, no la agarré por los hombros para que volviera en sí, para que recuperara el sentido y abandonara a toda mecha esa costra que nos impedía disfrutar de lo nuestro, de todo aquello que nos rodeaba excepto la muerte, sino que le acaricié el cabello, le susurré que la quería y no mentí del todo, fui bueno con ella, quizá demasiado bueno.

—Fóllame, Limi —suspiró la calentorra.

—Me has llamado Limi, gocha. ¡Menuda obsesión!

—Es que presiento cosas —dijo—. Le doy al coco una barbaridad. Limi por aquí, Limi por allí, dónde estará Limi, Limi en pelotas, Limi submarina, Limi muerta. ¿Lo pillas?

—Necesitas descansar —volvieron, sorprendentemente, mis manos sobre su pelos—. Ronca unas horas, luego lo verás distinto, con otras córneas.

Abrimos la cremallera de la tienda y todavía tuvimos pulmones para fumar unos filtros. El búho observaba nuestros capullos incandescentes, hipnotizado tal vez por las turbas de luz naranja.

—Uh-uh-uh —canturreó Pitusa.

El oto espabiló.

—Uh-uh-uh —dijo el búho.

La cabeza apareció por la derecha, detrás de un pino. Menudo cabezón. Miramos. Luego se asomó por la izquierda, sin cuerpo, sólo el cráneo, detrás de un chopo. Desapareció. El juego era fácil. La cabeza dio un salto, derrapó con los dientes en el suelo y nos lamió los pies con una lengua áspera, cirílica, mongola.

—Menuda hostia —dijo Sombrero escupiendo barro—. Las prisas.

—Te tocó la china —hice una frase.

—Sólo Sombrero tropieza dos veces con la misma china —hizo lo propio, Sombrero.

Y comenzó a explicarse.



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