30 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (26)


26# PRIMERA TENTATIVA


—Existen dos clases de experiencia. La experiencia que nos sirve para follar más, para follar mejor, y la experiencia que sustituye al instinto cuando el instinto no existe. La primera se adquiere con la segunda y la segunda se aprende de la primera. Para matar, qué duda cabe, no hace falta ninguna experiencia. Siempre hay un martillo para matar —dijo el narrador omnisciente, y escribí yo:

Sólo contábamos, en principio, con el pequeño martillo que habíamos utilizado para clavar las piquetas de nuestra morada portátil. Con eso poco podíamos hacer. Un martillo nunca es suficiente.

—Si le pego bien lo mato fijo —dijo Pitusa blandiendo el mazo.

—Por lo menos lo dejamos inconsciente —asentí—. Luego lo rematamos en el suelo.

El narrador me pidió paso.

—Pasa —escribí, y le hice un gesto amigable.

—El valor es siempre un requisito. El valor nunca es una virtud. El valor es como el agua. Necesario, imprescindible para sobrevivir. Pero el agua no es un valor, aunque valga su peso en agua. Entonces, el agua sí puede tener cierto valor. Es requisito indispensable tener dinero para comprar agua. Tener dinero para comprar valor. Tener un mazo para utilizarlo —dijo el narrador omnisciente, y luego le explotó el cerebro.

Esta vez yo era la montura y Pitusa un gaucho navajero. Se abalanzó sobre mí muy posesiva, con un ardor guerrero que me acojonó en un principio, pero luego suavizó sus intenciones y se puso melancólica, ese estado en el que se sumerge el individuo cuando está triste y le duele el estómago. En ningún momento soltó el martillo. Aferrada a él como al mango de una pala, me metió cuatro viajes en el cuerpo que casi me dejan seco. Aguanté los tres primeros, pero al cuarto erupcioné. Fue todo muy rápido, frenético, tuve que pedir perdón por lo precoz que fui. Se concentraron en la punta las ideas más genéticas. En un segundo, en un parpadeo infinitesimal. Yo no quería y apreté como si me fuera a cagar pero me corrí como el gran búfalo que soy, salvaje, apelmazado, tenebroso como un contrafuerte.

—No te preocupes —me calmó Pitusa—. La culpa es mía, que estaba hirviendo. Todavía se pueden cocer patatas al vapor de mis entrañas. Jojojo —sonó como una flauta—: ¿Nos hacemos una rusa?

Llegamos a la garita. Pitusa tenía el canalillo abultado, pero sólo sus tetas llamaban la atención. Ambas me hipnotizaron y comencé a recordar algunos episodios de una infancia que creía olvidada. Los barquillos, el parque, una niña rubia que le daba de comer a los patos y luego, saltándome unos años, yo mismo y esa niña rubia que ya no era tan niña, que ya no era tan rubia, encima de mí, pidiéndome de todo, insultándome con cariño y una perra arañándome la cara con garbo para después abandonarme en una esquina muy oscura, suprasensible, aquella esquina donde todos hemos estado alguna vez, donde la noche nos vuelve innecesarios.

—A lo que estamos —farfulló Pitusa—. Mírame a los ojos. Concéntrate.

Sombrero hablaba con su mujer, cuya figura no pudimos reconocer. No había carne ni huesos. Sólo era la sombra envejecida de una dama de otro tiempo, o tal vez era la sombra de otra sombra más lejana, menos corpulenta, aquello que contemplábamos a través de la ventana de retaguardia y que se nos pegaba a los ojos como gelatina translúcida. Pegamos nuestras espaldas a la madera de la garita, debajo de esa ventana, y escuchamos esta conversación:

—Rapidito. Prepara unas ginebras —dijo Sombrero con la voz de Sombrero.

—¿Quién viene hoy? —preguntó Sombrero con la voz de su mujer.

—Yoryo y Pitusa —dijo Sombrero.

La voz de Sombrero se sorprendió.

—Pitusa: estupendas tetas. ¿Quién coño es Yoryo? —preguntó.

—El escritor. Un affaire. El compañero sentimental. Yoryo, el de Pitusa —dijo Sombrero con su voz de siempre.

—¿Algo de picar? —indagó la mujer de Sombrero con la voz de Sombrero.

Sombrero dijo:

—Lo que tengas. Bogavantes. Lechuga. Cacahuetes. Unos dátiles.

En este punto se introdujo, de nuevo, ese idiota perfumado:

—Si de asesinar se trata, mejor hacerlo borracho. Emborracharse sin medida para cometer delitos es punible cosa. La trompa ha de ser quirúrgica. Sólo la justa medida nos hará obtener la medida necesaria para obtener valor. El valor, como hemos visto, cuesta pasta. ¿Tiene precio la embriaguez? Si podemos pagarla, podemos matar. Conclusión: Asesinar sin pensar en asesinar, cueste lo que cueste. No le demos más vueltas a la tuerca —dijo el narrador omnisciente.

Cuando entramos en la garita Sombrero preparaba las copas. Ni rastro de su mujer.

—Creímos oír la voz de tu esposa —dijo Pitusa.

—Yo no tengo esposa —dijo Sombrero, y agregó un chorro de ginebra en cada vaso—. Mi mujer se ha ido.

—Qué raro —me extrañé innecesariamente—. Estábamos en la puerta y no la vimos salir. La garita sólo tiene una puerta, que yo sepa.

—Que tú sepas —dijo Sombrero—. Pero lo cierto es que la garita sólo tiene una puerta, que yo sepa.

—Que tú sepas —desconfié.

Cuatro ojos convergieron en un mismo punto. Dos eran de mi propiedad y el resto no eran de Sombrero. Pitusa levantó las cejas. «¿Ahora?», me preguntaba valiéndose del gesto. Levanté las mías, dudé, después empalmé mi dedo gordo: «De acuerdo».

Sombrero se agachó para recoger unos limones de la cesta. Nos ofreció su pizpireto envés. Pitusa destetó el martillo y, con toda la fuerza de la que fue capaz —y en estos momentos era mayúscula, a juzgar por el tamaño de sus dientes y encías—, descargó su potente brazo hacia la grasienta cabeza sin sombrero. El martillo, desobediente, continuó trayecto y, volátil, se escapó por la ventana fracturando los cristales, saludando el exterior como un pájaro carpintero. También la inercia hizo lo suyo y Pitusa tocó nuca. Como es lógico, Sombrero malinterpretó sus intenciones.

—Te van los machos —dijo—. ¿Qué cojones ha sido eso?

Pitusa, herida todavía por su errata, intentó corregirse a través de la finalización de una estridente melodía. Canturreó con garganta poderosa lo primero que se le pasó por las dendritas, esto es, un gozo de Santa María.
 
¡Oh, María!

luz del día

sé mi guía

toda vía.

Con esto, tirando de glotis, pretendía hacernos creer que los cristales se habían fragmentado sin amplificador.

—Y no parto los cristales de los vasos porque están llenos de ginebra —corroboró.

—Era soprano en el coro de monaguillos —intenté explicar lo sucedido—. Le dan ventoleras.

—Lo añado a tu cuenta, pagano —dijo Sombrero y, por su cuenta y riesgo, añadió:

—Brindemos, pues, por la memoria de los muertos —levantó su frasco—. Salud.

—Salud.

—Salud.

—Salud —dijo el narrador omnisciente.