23 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (21)


21# MUERTE DE UN PIGMEO


Lo disfrutamos. Por un momento, por unas horas, habíamos olvidado el camping y toda la muerte de las parcelas. Olvidamos su olor, olvidamos la sangre, nos dejamos llevar por el apacible calor de nuestro reducto infranqueable, delante del árbol cuya rama ocupaba el retorcido búho.

—Uh […] —intentó decir, vertiginoso, pero no lograba completar su discurso.

—U […] —insistió y, aunque era muda su letra, en este caso no la vocalizó.

Tosió. Amaneció.

El búho irreductible se desangraba sobre el césped de nuestra parcela. No era tan irreductible, por lo tanto, y porque sólo era un pájaro nocturno, de huesos débiles y de apariencia minusválido.

[Y abro un corchete para desenmascararlos: Los búhos, para algunos pueblos indígenas mejicanos, eran signo de muerte. En la antigua Grecia eran los animales sagrados de Atenea y, con la excusa de su parecido con la diosa, siempre fueron bien tratados y hay quien les otorgó la sabiduría ordinaria. Pues sepan una cosa. Atenea se parecía más al mochuelo común, que es un búho pigmeo].

El charco de sangre sobre el que yacía contenía varios litros de suero —era un bicho mediano, ahora que teníamos la oportunidad de verlo de cerca— que se tragaba la tierra con una pulsión voraz. Y aclaremos esto: El búho no se tragaba la tierra sino la tierra la sangre.

—Todavía está vivo —lloriqueó Pitusa.

Impuso sus manos en el amasijo de plumas y encontró el agujerito por donde se le escapaba la vida. Un agujero pequeño, como producido por un murciélago desdentado, de ahí el diminutivo.

—Le han metido un buril —dijo—. Rápido, busca una ramita de pino.

Intenté consolarla. La vida del pigmeo no estaba en nuestras manos.

—Era mi mascota. Uh-uh-uh —gimoteó.

El animal lo intentaba, luchaba por ofrecerle a su amiga una última réplica antes de espicharla, pero no conseguía otra cosa sino espumarajos rojos que salpicaban su pico dándole un aspecto estrafalario, como si se hubiese disfrazado de payaso.

Lo enterramos debajo de la tienda. Una cruz marcaba el lugar.

Pitusa juntó las palmas y, dirigiéndose a Atenea, oró.

—Acoge entre tus senos a este inocente animal que tanto se parece a ti, acógelo en ese valle de esplendor, profuso de bóvedas, en ese canalillo gigante y apetitoso para cualquier mortal. Oh, Atenea, deja que este cazador de la noche, amigo de sus amigos, mame de tus sabios pezones en la otra vida. Apiádate del pobre ojeador del coito, avieso mirón, que ha muerto defendiendo su rama y ha luchado hasta el último suspiro por conservar sus propiedades.

—Uh-uh-uh —recité.

—Uh-uh-uh —me acompañó Pitusa.

Y en eso escuchamos pisadas de botas.

Volvía la muerte a empañar los cristales del jeep. Los verdes se bajaron y enfilaron el camino que desemboca en la cremallera del tendal.

—Así que dando sepultura alegalmente —dijo un uniforme—. ¿Es que no estamos invitados al sepelio?

—Ese búho era tan nuestro como vuestro —señaló su uniforme un uniforme, y luego palmeó su tráquea—. Si era de alguien, claro.

—El búho era libre —dijo otro uniforme y, entre las perchas, apareció Sombrero con un catalejo en la mano y un palillo entre los dientes.

—Lo he visto todo —amenazó, removiendo el palillo—. Nada escapa al ojo de mi catalejo.

Exhumamos el cadáver porque así nos lo ordenaron. Sombrero introdujo su palillo en la vía sanguinolenta de evacuación. Encajó perfectamente.

—Con este mondadientes, o con uno como éste, se ha dado muerte a este pequeño desgraciado. Sin duda ha sido obra de un cirujano vascular.

—O de un ornitólogo con ínfulas de veterinario —dijo un uniforme.

—Algo así tuvo que ser. Lo haré constar —dijo el jefe—. Ésta es una de las muertes más extrañas que he tenido que presenciar en toda mi carrera. ¿Qué mal puede hacer un búho pigmeo? —se preguntó y, con miradas alternantes, nos avisó—: ¿Quién es capaz de hacerle un agujero con tamaña precisión?

—Sin duda un carnicero —aseguró Sombrero—. Y, ya que no se llevó el cuerpo, deduzco que no es taxidermista o, si lo era, tenía el día libre.

Los verdes subieron y bajaron la cabeza con admiración.

—Nadie diría que eres cazador de sombras —dijo uno—. Podrías pasar por uno de nosotros así, como quien compra estupefacientes.

—Uno, que tiene buenos maestros —dijo Sombrero y, enaltecido por la amistad que parecía unirles, se aproximó a los uniformes y esculpieron una albóndiga. Se abrazaron sin tener en cuenta lo que Pitusa y yo pudiésemos pensar y se fueron, recíprocos, cascándose encendidos piropos.

—Se llevaron el búho —dijo Pitusa—. La próxima vez le rezo a Artemisa, que tiene menos nombre que Atenea pero es hiperfértil, macho.

 

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