8 de julio de 2011

ARS MORIENDI (7)


7# PARA CABRÓN SOMBRERO


La tormenta se alejó. Pitusa necesitaba mejorar su bronceado y yo, al menos, pasar al rosa, que viene siendo mi segunda fase y no se me caen los anillos al reconocerlo. La tormenta cesó. Es necesario que esto quede claro para que podamos iluminar esta historia tan trágica. El sol salió a escena precedido de un coro ditirámbico, de modo que nos vino al pelo y ya he dejado sentado en una silla que nunca me desprenderé de ciertos ornamentos. Así pues, seamos tan precisos como sea posible. Eso que hay en el cielo y que parece de algodón, o de espuma de abrevadero, se desvaneció en lo que se lee ese breve cuento de Luisa Valenzuela. Como la imagen no era una grabación puedo asegurar que su velocidad era genuina. Entonces captamos el brillo y cerramos los ojos obligados por esos rayos tan violetas, nos pusimos la mano en la frente, llegó el calor repartiendo grados. Hacía un sol de justicia, con su balanza y todo.

Tras el fatal noticiero pillamos las toallas y Pitusa se metió dentro de un bikini que desapareció en lo que yo me calzaba las chanclas.

—¡Virgen santísima! —me vi obligado a exclamar, pues me parecía poco hoyo para tanta tela—. ¿Por dónde satanes se te han metido las bragas?

Pitusa utilizó, de nuevo, la fricativa, y después vino a hacer un gesto desagradable y explicativo, que acompañó de un didactismo mediocre:

—Hay chorizos que no saben igual aquí que allí. ¿Entiendes lo que te digo?

—Ambos sitios están cerca —dije. Previamente había calculado la distancia—. Debería saber igual en ambas comarcas, pues es el mismo chorizo. ¿No te parece?

—Los dos conductos por donde me la endilgas están pegados y no saben igual —retornó su desagradable maniobra—. Tú lo sabes bien.

—Mira, Pitusa —le dije muy enfadado—. Cuando tienes razón no hay quien te la quite.

El camino de la playa estaba lleno de piedras y matojos espigados, espinosos como cresta de alfiler y más o menos espiciformes, lagartijas renqueantes que ensalzaban sus virtudes y una babosa pulmonada que respiraba cada vez peor. Se hacía necesario el trazado de varias curvas y la bajada de algunas cuestas. Nos metimos por ahí, contentos, sin darle importancia a las dificultades del sendero ni preocuparnos de la sangre que manaba de mis laceradas articulaciones.

—Y van dos muertos —dijo Pitusa—. No me cago porque no tengo ganas, pero ganas no me faltan.

—Ganas de tener ganas, dices —dije.

—Eso es lo que he dicho —dijo Pitusa—. Ganas de cagarme.

Colocamos las toallas y nos pusimos a leer un rato. Yo llevaba conmigo un asunto de Perec.

—Algo sobre un gabinete con un cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro dentro de otro cuadro… […].

—¡Para! —me interrumpió Pitusa.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).


Ella portaba un mamotreto indigno de mención y, por supuesto, no me refiero a la honorífica sino a su más típica acepción.

No tardamos en dejar la lectura. Hacía calor y nos sudaban los cogotes. Decidimos, pues, darnos un baño, a ver si refrescábamos los cuerpos, nos sacábamos la muerte de encima y, de paso, ese latigazo de humus tan característico de aquellos hombres que han sobrepasado con creces los dos siglos de vida y de algunos sepultureros y estudiantes de medicina.

En el agua nos pusimos cachondos. Tal vez el rumor de los sedimentos, la erosiva actitud de fenómenos tan exógenos como geológicos, la increíble cobardía de los acantilados, todo ello, todo junto nos agasajó con su orgiástico intemperismo. Fue algo rápido. Nadie se enteró de nuestra peculiar forma de hacer el amor, no por la originalidad de la postura sino por lo bien que disimulábamos. Pitusa, con el agua a la cintura y el culo en pompa, se agachaba con pericia grafológica —[nótese que soy yo quien escribe]— y animosa me ofrecía aquello que en otras circunstancias menos seminales hubiera yo repelido.

¿Qué pensarían los bañistas en general y la raza humana en particular, las familias que plantaron la sombrilla a primera hora, los futuribles ingenieros que se armaron de una pala y un rastrillo para planear la construcción de sus primeros Neuschwansteins?

¿Pensarían que Pitusa intentaba descubrir la raza de un pescado plano y, como suelen esconderse bajo tierra, necesitaba su tiempo?

¿Pensarían que observaba las piedras, sus cambiantes formas a través de las corrientes marinas, y ese mundo le gustaba muchísimo?

¿Pensarían que era aficionada a la ficología?

Nadie en sus cabales se hubiera imaginado lo que en realidad sucedía.

Por otro lado, la playa estaba desierta.

Yo, también con el agua a la cintura y una mano por visera, me ubicaba detrás de ella y trazaba, en comunión perfecta con las olas, precisas geometrías que terminaban por mojarle las narices a Pitusa. Así estuvimos, sin llegar ninguno al orgasmo, dos minutos a lo sumo. Desde la arena el individuo recientemente aparecido nos increpaba, o eso parecía, muy violentamente.

—¡Escualos! —gritó, e insistió—: ¡A las doce!

Yo le miraba desde lejos, perdiendo la concentración, pero Pitusa no se enteraba de nada y seguía remojando las orejas en la espuma y un poco los pezones en el agua fría. Dejé lo que estaba haciendo, solícito, y Pitusa pudo incorporarse. Rápidamente se le ablandó la culminación de los pectorales, que se desparramaron cono abajo.

—¿Qué cojones pasa? —dijo, doblemente irritadísima, a causa de la sal y de mi repentino abandono.

—Ese tipo de allí, que dice no sé qué de tiburones, pero sólo a mediodía.

—La puta —dijo Pitusa, y efectivamente.

Miramos el plato, pero ni un pez.

Nos acercamos a la orilla y pudimos distinguir la silueta de Sombrero. Después seguimos la sombra de Sombrero y dimos con Sombrero, cuyos huevos se partían sobre mi toalla.

—Vaya broma más graciosa —dijo.

—La puta que lo […] —tronchó la frase Pitusa y, presa de la ira, se abalanzó sobre el humorista, que se preparaba para la embestida cerrando los ojos. Logré, a duras penas, sujetar los bueyes del carromato.

—¡Estaba a punto de correrme! —bramó uno.

—¡A puntito! —bufó otro.

—Vamos, que os jodí el coito —concedió Sombrero y, sinceramente estrambótico y cervantino, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.