5 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (28)


28# SEGUNDA TENTATIVA


—Existen dos clases de errores. Los errores de acción, que son muy típicos, y los errores de omisión, que se suelen dar en las enumeraciones. La experiencia se consigue a través del primer error, mientras que a través del segundo sólo se pierden amigos. El error, pues, aunque todo es discutible, se agota en el error. La experiencia nos hace más capaces, pero menos diligentes para matar. Para matar no hace falta la experiencia, pero sí el error, aunque sea de cálculo. De la diligencia nos servimos para elegir con precisión el arma del crimen. El error, por tanto, nos ofrece la oportunidad para cambiar el instrumento. Siempre hay un gancho para matar —dijo el narrador omnisciente, y escribí yo:

Contábamos con una navaja multiusos. De las gordas, con diferentes aplicaciones. En un extremo relucía un cortador de gancho para situaciones de emergencia.

—Si le atizo bien lo mato fijo —dijo Pitusa con el gancho en la mano—. Se lo meto por la nuca, como a los toros.

—Por lo menos lo dejamos inconsciente —asentí—. Luego le damos el golpe de gracia.

El narrador me pidió paso.

—Pasa —escribí, aburrido de peroratas.

—Hacer el amor está de moda. Es lo que pega. Hacer el amor, en contra de lo que pueda parecer, es un error por omisión. Siempre hay otras cosas más importantes. Pero es necesario. Hay que hacerlo. Quien no lo haga lleva las de perder —dijo el narrador omnisciente, y luego se agarró, trémulo, la chorra.

Esta vez yo era un tornillo y Pitusa una tuerca incandescente. No sé si fui yo quien se metió dentro de la tuerca o Pitusa quien violó el tornillo. Pero lo hicimos bien, estábamos perfectamente calibrados. Yo empecé a girar sobre mi eje y, a cada vuelta, la penetraba un poco más. A ella le gustaba mucho, y pedía más premura, pero yo me demoraba lo suyo. Entre metidas y sacadas nos tiramos un buen rato. Por supuesto, lo hicimos a pelo, sin destornillador. Por fin saqué la lengua del glaciar, lentamente me corrí, tuve que pedir perdón.

—No te preocupes —me calmó Pitusa—. La culpa es mía, que soy de metal frío. Todavía puedo fabricar carámbanos en el helor de mis entrañas. Jojojo —silbó como un bronquiolo—: ¿Nos zampamos unos polos?

Llegamos a la garita. Pitusa lucía un monte de Venus hiperbólico, pero nada que no pudiera pasar por un tampón mal colocado.

Sombrero hablaba con su mujer, cuya figura no vimos ni nos esforzamos en ver. Ni carne ni huesos. Lo de siempre. No era necesario seguir con el juego. Sólo estaba la sombra y, detrás de la sombra, Sombrero. Pegamos nuestras espaldas a la madera de la garita, debajo de la ventana, y escuchamos esta conversación:

—Ven aquí, pequeña, que te voy a poner tibia —dijo Sombrero con la voz de Sombrero.

—Cochino —dijo Sombrero con la voz de su mujer.

Sombrero se ofendió.

—Frígida —insultó muy hiriente.

La mujer de Sombrero se ofendió gravemente y, con la voz de Sombrero, mostró su desacuerdo.

—Habló el impotente.

—Habló la puta, directamente.

—Habló el cornette.

—Habló la fea de la clase.

—Habló el cenizo.

—Habló la osa mayor.

—Habló el canis minor (de Orión).

—Habló la que peor huele.

—Habló el gaznápiro mediocre.

—¡Zorrón! ¡Cómo te quiero! —dijo Sombrero con la voz de Sombrero.

Sombrero se abrazó, se acarició, se besó, secretó.

Apareció un tonto realista:

—El asesinato es para listos. Cuidado con los tiempos, con la fuerza. Es crucial la elección del momento. A partir de esa línea esquiva, a partir de ese instante en el que se toma una decisión y se adoptan los mecanismos necesarios para llevarla a cabo, ya no hay marcha atrás. Deducción: No existe el arrepentimiento. Conclusión: Asesinar es precioso si se sabe hacer —dijo el narrador omnisciente y, tras una leve inclinación de cabeza, de idiotizó provisionalmente.

Cuando entramos en la garita pillamos a Sombrero en actitud indecorosa. Tenía la mano dentro del pantalón y se mordía la lengua que sobresalía por un lado. Su mujer causó baja víctima de una ocultación veloz y `patafísica en cierto modo, pues no era ni mucho menos definitiva y yo no podía imaginarme solución distinta ni excepción diferente.

—¡Quieto! —gritó Pitusa.

Al verse sorprendido en tan violenta circunstancia, el onanista echó mano de su largo repertorio de disculpas. Sacó, por tanto, una libreta de un cajón y, deslizando un dedo viscoso sobre el papel, juzgó apropiado leer:

—Buscaba el muelle de un sillín de bicicleta. Estaba entre mis huevos, el muy jodido. Lo agarré y se me escapó, lo agarré y se me escapó, lo agarré y se me escapó, y así hubiera estado toda la vida si […].

—Cierra tu culito, pajero —le dije. Sombrero levantó la vista pero mantuvo el dedo en la hoja—. Me apuesto unos orujos a que tu mujer se esfumó justo antes de llegar nosotros.

—Y los pierdes —dijo Sombrero—. Mi mujer se esfumó justo después.

—Pues no la vimos —dijo Pitusa con cierto asco sobrevenido.

No podía apartar los ojos del dedo.

—Pasó a vuestro lado —explicó Sombrero y, por fin, chapó su libreta y guardó el dedo seminalmente manchado—. Os saludó. No os dio dos besos porque tenía prisa. Pero vamos, será por orujos.

Cuatro ojos convergieron en un mismo punto. Dos eran de mi propiedad y el resto no eran de Sombrero. Pitusa levantó las cejas. «¿Ahora?», me preguntaba valiéndose del gesto. Levanté las mías, dudé, después empalmé mi dedo gordo: «De acuerdo».

Sombrero nos ofreció la nuca cuando se dio la vuelta para reponer su libreta, no hay forma más idónea de mostrar nuca que dando espalda. Pitusa descoñó su gancho y ensayó su certero tajo. Cuando quiso hacerlo efectivo, Sombrero se agachó. El brazo de Pitusa paseó por encima de la res y se posicionó, de nuevo, en su articulación de siempre. Sombrero se incorporó. Pitusa insistió. El gancho voló de nuevo hacia la cabeza y la cabeza descendió de nivel. El brazo retomó el conocido sendero y fue a parar debajo del hombro de Pitusa. Sombrero escanciaba los orujos y, ajeno al peligro que se cernía sobre él —sobre su nuca— comentaba la jugada.

—Para los días de sed y muerte —dijo—, este orujito blanco.

Pitusa desistió.

—Es imposible matar a este pájaro —murmuró y, con una bondad imposible de entender, dejó volar al carpintero hacia el cristal de la ventana. La navaja fracturó como estaba previsto. El gancho se acomodó en el suelo del patio.

—Joroño —amalgamó, sorprendido, Sombrero—. ¡Joder y coño! —gritó—. ¡Y van dos lunas!

Giró sobre sí mismo y nos alcanzó los vasos.

—Pajarracos de mierda. Politoxicómanos —dijo.

Me apreté los ojos, desesperado. Pitusa, no pudiendo contener su furia inenarrable, sangraba por el labio inferior.

—Suave —le susurré al oído—. Muerde un palo. No muestres debilidad en su presencia.

Cogimos los vasos con resignación.

—Brindemos, pues, por la memoria de los muertos —dijo Sombrero, levantó su vaso—. Salud.

—Salud.

—Salud.

—Salud —dijo el narrador omnisciente, recuperada su imbecilidad ordinaria.

Sombrero golpeó el cristal de su vaso con pomposa ceremonia. Para ello utilizó unas uñas excesivas.

—Atención —dijo—. Atención. ¿Dónde tengo la cabeza? En el camping había un turco… Había un turco… Bueno, pues ya no lo hay.

Ante nuestro fatal desconcierto, se explicó como sigue:

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