9 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (31)


31# SEÑOR MELANCÓLICO

Sombrero pisó el último grillo, un grillo pequeño, un grillete, que son los que más duran. Escuchamos el crujido del insecto y abrimos la cremallera. Pitusa sacó la cabeza y yo devolví la mía dentro del bañador. Luego saqué la de pensar por el mismo hueco que Pitusa.

Le pregunté a Sombrero, que estaba paseando, si estaba paseando. Me miró como se leen algunas novelas buenísimas, con desinterés manifiesto.

—El verano se acaba —dijo—. El camping se muere.

—Tu camping se muere —dije y, queriendo herirle gravemente, agregué—: Y tú te mueres con él, señor melancólico.

Pitusa captó el mensaje, recordó la contraseña establecida y, alegando una repentina y necesaria muda de cartucho vaginal, trotó hacia los baños disculpándose. No se había olvidado el mechero porque llevaba la mano dentro del bolsillo. Por esto y porque me la imaginaba rascando piedra, ansiosa, perfeccionista hasta la médula, comprobando nerviosa, insistentemente, la funcionalidad del encendedor. La impaciencia siempre podía con ella y era muy capaz de ponerme un condón en la punta del glande con el pirulo hacia abajo. Alguna vez lo hizo —con toda la fuerza, con todo el cariño— hasta romper la goma o ahorcar mi prepucio en el látex, como en una película de terror.

Mientras Pitusa hacía lo suyo —su parte del trato— yo entretenía a Sombrero.

—Tengo en mente una novela fantástica —mentí, pues no la tenía en la mente sino en el almacén de una funeraria, a una micra de ser incinerada.

—Me extraña.

—Si quieres te la cuento —no esperé su respuesta—. Un hombre tiene un sueño. Una mujer tiene un sueño. Un camarero tiene un sueño. Ninguno de ellos se conoce.

—La polla en cebolla, vamos.

—Pero se conocen en el sueño. Lo llevan a cabo.

—Haberlo dicho antes. Sin duda es una novela extraordinaria.

El zoquete no se dejaba entretener lo suficiente. Tal vez se olía algo y no pude captar su atención.

[CAPTATIO BENEVOLENTIAE: Oh, lector, ¿sabrá perdonar los errores que cometo? ¿Sabrá aceptar que no soy lo que se dice un ser magnífico? Intente comprenderme. Escribir demasiado me compromete. Sombrero no es precisamente un agapornis personata, al que pueda yo engañar con un pistacho. Es un ente complejo, con todas sus mierdecitas, con sus pequeñas miserias y sus grandes cóleras. Hagan un esfuerzo, lectores. Esto no es fácil para nadie].

Hablar de literatura no te garantiza el interés por parte del otro. Probablemente la novela que había escrito y que estaba a punto de arder en un horno crematorio era una novela cuya práctica realización sólo existía en mi cabeza, lo que me hace clasificarla en el grupo de los objetivos inalcanzables, en el de las novelas abortadas antes de tiempo. A pesar de todo la escribí y no le dije a Sombrero, por otro lado, que los tres personajes eran conducidos por un cuarto y que ese cuarto personaje podía ser otro escritor. Pero me da en la nariz que las historias en las que los escritores son los personajes no son nada originales y reconocer esto, por mucho que me duela, parece crear una tendencia peligrosa y basta ya de flagelarme, que tengo el tejado lleno de agujeros y aquí huele a cochinillo. Yo no sé por qué meto la minga en estos pozos, que dijo el sapo. Pero cierto. Podía haberle contado todo esto y así ganar unos minutos, pero me decanté como un buen vino por otra opción siempre asequible. La adulación. Así que, en el preciso instante en el que Sombrero se daba la vuelta para irse, aborté la novela que no había escrito y que nunca escribiría ya.

—¡Pero qué astuto eres, cabrón! ¡Qué habilidoso!

Sombrero pisó el freno y se marcó un giro de 360 grados para seguir camino.

—¡El cazador de sombras! ¡Qué pícaro, Rinconete! ¡Qué sagaz!

Sombrero volvió a pisar el freno un poco más allá y esta vez se volvió hacia mí con la graduación conveniente.

—¿Qué puta dices, Yoryo?

—El truco —dije—. Lo del insecto. Lo de la sombra. ¿Cómo lo hiciste?

—No hay truco.

—Claro, claro, asentí. Un buen mago no desvela nunca sus mierdas. Bajo ningún concepto.

Pitusa se acercaba con los índices y los corazones en alto. Era la señal de la victoria. Podíamos comenzar a cantar.

—Mira —le dije con una actitud totalmente distinta a la precedente. Sentía ya cómo Sombrero se comía el pistacho que mi mano le proporcionaba—. Por ahí viene Pitusa.

—En efecto, por ahí viene —dijo el agapornis personata.

Y yo, sabiéndome laureado y recordando una fábula de Tomás de Iriarte, comencé cantar:

 

Había en un corral un gallinero;

en este gallinero un gallo había,

y detrás del corral en un chiquero

un marrano gordísimo yacía.


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