18 de junio de 2011

ARS MORIENDI (3)

3# MUJER POR OMISIÓN



Por la mañana, soslayando las recomendaciones de Sombrero y con el espasmódico deseo de marcarnos un punto en el tanteo, desayunamos en el restaurante del camping. No lo hicimos mal del todo. Supimos manejar los utensilios con destreza y por mi lado, muy a lo mío, ensayé diferentes métodos para mojar el pan en mis huevos. Eso sí, la cocina era una hez y no digamos los platos y cubiertos, por no hablar de la comida. Un trocito de tostada vino a dar con el canalillo de Pitusa y las pasamos canutas para sacarlo de allí. Me hice fuerte con la cucharilla del café, pero aquello era como rascarle las orejas a un gorgojo con el pelo de un cepillo. Ya me entienden. Yo también me encuentro cómodo en determinados valles y no hago distinciones en cuanto a vertientes o concavidades. Me gustan todos, incluso los de silicona. Una última cosa sobre el trozo:

Al final lo sacamos apretando laterales y sólo quedó dentro la confitura de manzana. Ahí estaba bien. Siempre hay que pensar en los futuros inmediatos.

Llovía a gritos. Eso se me vino a la cabeza pero de forma repentina me di cuenta de que la expresión no era mía sino de Cortázar y, girando la cabeza hacia el cristal de la ventana, que daba al patio central, lo dije de otra forma más original:

—Llueve a chuzos.

—Y caen de punta —dijo Pitusa.

Yo he visto llover de canto y hacia arriba, pero reconozco que escribirlo aquí no tiene ningún sentido ni apariencia de realidad. De cualquier forma, llovía correctamente y salpicaba mejor. No estaba el día para mojar el churro en el agua, pero sí para hacerlo en seco. Se lo hice saber a Pitusa con un gesto riguroso y, llevándome la contraria, lubricó. (Estas cosas se observan mejor en las retinas). Me miró entre ansiosa y enternecida, engrasada hasta la mismísima transcavidad de los epiplones, embalsamada como un egipcio entrado en años o como una mujer vieja y con dinero. No hay nada más placentero, hasta donde yo puedo entender, que las chicas atiendan tus peticiones sexuales con esta dedicación. (En esto, por cierto, consiste la momificación).

Sombrero apareció por allí y pegó la nariz al escaparate, aplastándola de tal forma que nos asustó comprobar que seguía siendo igual de feo, incluso más guapo. Nos hizo un gesto con la mano como dando los buenos días y parecía invitarnos a hacerle compañía en la garita, ya que el día se había torcido —señaló la venidera tormenta— y, a pesar de la temperatura constante, en la playa no se podía parar.

—¿Vamos? —le pregunté a Pitusa.

—Iremos —respondió y, acariciando mi cogote con la mano, me tranquilizó—: No te preocupes. Me cubres luego.

Nos pusimos los chubasqueros y picamos en la puerta de la garita. Sombrero repartió unas cervezas, pero antes había abierto la puerta y, azotando el aire con el brazo, nos había dejado pasar. No eran horas para empezar a beber. Lo pensamos bien durante unos segundos y concluimos que estábamos de vacaciones y totalmente equivocados. Sombrero comentaba que tenía el día libre por la lluvia y que podía emborracharse con nosotros hasta la hora de comer, comida a la que estábamos invitados por mandato expreso y vinculante de su mujer ausente, que le ha había cocinado una mollejas digitales.

—Para chuparse los dedos —dijo.

—¿Y dónde está su mujer? —se interesó Pitusa echando mano de la botella y tragándose medio frasco.

—En su casa —dijo Sombrero.

Pitusa se calentó. Luego preguntó con frialdad:

—¿Y dónde vive?

—Aquí mismo —contestó Sombrero y, con los brazos extendidos, abarcó la garita.

Procedí a trincar un chupito de cerveza que me bajó por la garganta y siguió conducto sin errar camino ni confundirse de aparato. Me dejó helado.

—Pues yo no la veo —dije—. Aquí no hay más mujer que Pitusa.

—Tú no la ves, pero está —dijo Sombrero.

—Yo sí la veo —me aterrorizó Pitusa—. Está justo ahí, apoyada en la puerta.

El tema estaba nítido. Pitusa se cocía con soltura y, cuando Pitusa se cocía, con soltura o sin ella, todo terminaba por torcerse. ¿Quería congraciarse con el bicho o almorzar de papo los días venideros? Los tres sabíamos que la mujer de Sombrero no sujetaba la puerta, pero me entró una duda al pensar esto y, acercándome al quicio, lo comprobé. Sacándome del mismo me volví loco, me salí de mi casilla, agarré la cerveza y me soplé todo el líquido —incluidos los posos del culo— y, asesorado por un mandoble irresistible, parlé como sigue:

—Aquí no ha mujer más que Pitusa —me contuve en la entonación—. ¡La leche que mamé! —me propuse ser fiel a mi estado de ánimo.

Nos mamamos como bestias y mi lengua, por fin, pilló glucosa. La mancha de mermelada contenía pingües tropezones. No obstante, barrí todo el canal y no dejé manzana ni en Inglaterra ni en Francia. Sombrero dormitaba sobre la mesa. El tipo roncaba como una niña con paroditis infecciosa.

—Parece que tiene paperas —dijo Pitusa, robándome el cotejo.

—Tú eres gilipollas, Pitusa. ¿Por qué le sigues el juego a ese mamón?

Que le da pena, dice. Pues que se vaya al infierno.
 

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