9 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (15)

15# DIEZ DEDOS, DIEZ MOJITOS


La noche apareció como al doblar la esquina de una ciudad con mucho humo. La polución nos rascaba la garganta como tos ferina y el paisaje asfaltado y las construcciones elementales sufrieron su particular calvario al ser relegadas al segundo plano de una existencia gris, intermitente, artificial. La niebla novata, a medio camino entre el pigmento azulado de los faroles y el color ceniciento de un rodaje en blanco y negro, saturado de alquitrán, pugnaba por atravesarnos la cabeza, de tanto y tan repentino cambio en el disfraz del circo. Aquí, en el camping, sólo había un domador. Todos los demás éramos fierecillas adiestradas en el arte de la trampa y de la trompa, que es aquel estado primitivo de ebriedad absoluta en el que todo está permitido: pinchar botellas de vino, empalmarse sin necesidad, mostrar nuestras vergüenzas a los patos que patean en los charcos incluso imaginar que todo lo que digo, que todo lo que escribo —aunque difícil de tragar—, fue rigurosamente cierto.

Agarramos con afán rabioso el apéndice nasal del paquidermo. Sombrero preparó —nadie puso en duda su autoría hasta que después se supo la verdad— unos mojitos fantásticos para celebrar la noche del murciélago rampante que, según semántica del propio mentiroso, todos los veranos profanaba la fertilidad de sus fincas, la opacidad de sus incontinentes muros, la pulsión de su carótida. Su intención era sin duda desviar la atención de los campistas hacia otros ministerios no relacionados con los muertos, los cuales ya habrían dejado muy atrás su fase enfisematosa y probablemente se hallarían muy dispuestos a licuarse. Y nosotros, firmes candidatos a una estocada en el gaznate, nos imaginamos su olor nitrogenado, como de anhídrido carbónico, y también manifestamos una lejana impresión de dípteros y necrógafos coleópteros. Sin embargo los muertos ya no estaban, pero su fragancia nos llegaba como el eco de una palabra malsonante y dulzona, por ejemplo idolopeya:

—Y he aquí que me hallo siendo, ejem, que me trabo, vaya lío, vuelvo a empezar —dijo Sombrero inaugurando la fiesta—. Su anfitrión. Eso es. Aquí está su anfitrión —engoló la voz—. Aquí estoy yo, hijo de Alceo, nieto de Perseo y, por si les quedara escaso, bisnieto del mismísimo Zeus, que se dice pronto. Fui yo, sí, quien mató a Electrión de un estacazo. Pero amigos, no me juzguen. Yo iba directo a por la vaca, que venía tras mi sombra, y rebotó el palo. Eso por un lado.

Los extranjeros no comprendían un carajo pero disimulaban bien. Los hombres y los niños se mesaban los pelos de las perillas como si escucharan algo interesante. Las mujeres, por su lado, y las niñas, por pijas, recolocaban sus mechones detrás de sus orejas para pillar mejor el parlamento.

—Y por otro me tiré a Alcmena —continuó el anfitrión—. Pero la chica no era primeriza ni mi bisabuelo impotente, por mucho que desbarre la mitología. Y llegó Heracles, el de los doce curros. He de añadir que de mi esperma, eso sí, nació Ificles. Alcmena, su puta madre, mal rayo la sodomice, hija de la gran coz, se dejaba engalanar de gatos, ejem, se dejaba engatusar la muy ladilla, ejem, joder, la muy ladina, hasta aquí hemos llegado, ¡por Dioniso!, que comience el guateque.

Todas las especies provenían de uno de los dos hemisferios y se divertían bebiendo de sus vasos, fumando cigarrillos y puros, bailando canciones del verano y alguno zapateaba con el graznido de los flamencos. A pesar de todo —pensaba mientras danzaba una lenta con Pitusa y atraía su culo hacia mí— este camping tiene un punto de alegría que ya quisieran muchos cementerios. A los muertos, por una cosa o por la otra, les había llegado la hora. Inevitablemente hemos de pasar a mejor vida en extrañas circunstancias. La muerte sigue siendo una institución inútil y qué mejor manera de abandonarnos a ella que plantando cara al cuchillo, al taladro, a los ojos del asesino, no con valentía ni mucho menos pero sí con esa especie de resignación con la que abordamos ciertas tareas aburridas. ¿Qué podíamos hacer nosotros para evitarlo? Nada, absolutamente nada. Para sobrevivir hay que ser cobarde.

Todo se había preparado a conciencia. Toldos de colores, luces de colores, colores llamativos para las ropas, guirnaldas negras. Sombrero se había aplicado. Ningún detalle, ni vulgar ni académico, se le había escapado del zurrón.

Una señora gritó.

—¡Un dedo!

Se formó un corrillo que abarcaba su culo, varios metros de personas intrigadas, algunas moviendo los pies todavía presos del compás de algún acorde mal interpretado. El hallazgo daba que pensar.

La señora, por lo visto —porque todos lo pudimos ver—, había encontrado un dedo en su mojito. Al principio pensó que era su paja pero con el tiempo, por más que chupaba del tubo —así nos comentaba la jugada— no encontraba ron y se vio obligada a admitir que estaba equivocada y a pedir varias disculpas que nadie aceptó.

—¡Un dedo! —gritó una señora. Y no era la misma señora, ni el mismo culo, ni el mismo mojito.

Se formó otro corro para observar cómo la dueña del nuevo combinado tampoco lo decía por decir. Otro dedo, arropado por una hoja de hierbabuena, flotaba en el ron de caña.

Como es lógico, el personal echó los ojos en sus vasos y ocho más, sin contar las cacatúas, tropezaron con otros tantos dedos de diverso tamaño y consideración, en función de la extremidad de la que se habían emancipado en un pasado reciente y del metacarpiano de donde provenían. Y esto lo digo porque las plaquetas no habían trabajado lo suficiente y la sangre se hacía notar. No de tal modo, cierto, como para pensar que en el mojito había glóbulos sin hallar previamente pieza humana, por lo que los dueños de los vasos dactilarmente marcados siguieron trincando del vaso hasta que vieron falanges.

—¿Quién preparó los mojitos? —preguntó Pitusa.

Presa de sus sueños más mutiladores se miraba las manos para comprobar, sudorosa y aterrada, que la ausencia de diezmo era efectiva.

—Mi mujer —confesó Sombrero—. Y no quiero reproches. La tuve picando hielo toda la tarde.

—Hay que encontrar al dueño de los dedos —propuse y, desechando el prefijo, puse una amenazante yema en la frente de Sombrero.

—Se terminó la fiesta, ¡por Hades! —dijo el frontalmente presionado—. Se jodió el invento.

Los campistas se fueron a sus tiendas maldiciendo por lo bajo, echando cuentas, y si no escribo aquí lo que decían sólo obedece a una razón de poderío: No me gusta sumar deuda con préstamos que no puedo pagar.

—Esto necesita intervención profesional —advirtió Sombrero, certero e infeccioso como punta de saeta. Acto sucesivo se metió en la garita y avisó a sus colegas vía telefónica.

Los verdes tardaron en aparecer cinco minutos escasos. No era descabellado pensar que esperaban la llamada tras la puerta de entrada al camping y se demoraron dos pares de minutos para no llamar la atención. Tampoco era descabellado pensar que estos insufribles mastuerzos —aparentando ser imbéciles, y consiguiéndolo con nota— venían ya de algún lugar desconocido, tal vez un laberinto de inconexos senderos, un imposible o un lupanar reservado para celebridades.

—Estos cerdos estaban al tanto —le comenté a Pitusa por lo bajo.

El de mayor rango se adelantó un metro, dejando a su piara, incomprensiblemente, dos metros por detrás.

—Peinemos la zona —dijo—. A ver si damos con los huevos del piojo. Hay que buscar las piezas. Tú por aquí, tú por aquí, tú por aquí, tú por aquí, tú por ahí, tú por allí, Sombrero por allí, vosotros por allá —ordenó el cefalópodo señalando ocho caminos con dos brazos.

Ese «vosotros» se dirigía a nosotros. Pitusa y yo formábamos parte de la investigación del cuarto asesinato.

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