30 de junio de 2011

ARS MORIENDI (5)


5# LOS VERDES Y EL CUCHILLO SANGRIENTO


El fiambre estaba como un higo, por cierto, como el papo de una vieja. En estos términos hablaba yo con Pitusa, que no apartaba los ojos del difunto, un campista al parecer, con su bañador floreado, su camisa de palmeras y un cordel de sujeción para las gafas. Estaba debajo del seto, pero no tan debajo ni tan escondido como para pasar desapercibido. Era, en todo caso, un cadáver reciente.

—Con el frontal arrugado y esos aires marmóreos se parece a Marco Tulio —advertí certeramente pues el finado, efectivamente, se parecía a Cicerón—. ¿No crees?

—Tiene días —dijo Pitusa, echando por tierra la calígine de elocuencias que cubría la frente del orador notable—. Hagamos algo retórico —añadió, y comenzó por la inventio—: Expliquemos a Sombrero el contenido del hallazgo.

—Y una polla —me salté la dispositio—. No estoy dispuesto. Observa ese jamonero magnífico incrustado en su tórax romano. No hay que ser muy listo para no fiarse.

—¿He de entenderte, miserable?

Reproduje:

—Que hay que ser medio tonto para fiarse de Sombrero.

Abortamos la elocutio, ya que el cadáver estaba ornado convenientemente. Demasiada sangre sobre la tierra, demasiado colorido: la muerte siempre ha sido en blanco y negro. Le habían vaciado como un cartón de vino y el tipo, que seguramente no se lo esperaba, todavía mostraba una sonrisa demostrable. ¿Es así como se muere uno? Bobadas: eso tuvo que doler.

Llegaron los guripas muy alborotados, seis uniformes impecablemente verdes, cinco mostachos uniformes, del mismo calibre. Nos hicieron algunas preguntas, las típicas, y al rato ya estaban con Sombrero en la garita, dando caña a unas cervezas y trincando latas de conservas, pescando berberechos con palillos y hablando a gritos de la frescura de los bivalvos. Cantaban los mamones como si se conociesen de toda la vida.

—Quizá se conozcan de toda la vida —dijo Pitusa y, cuando Sombrero nos cazó hablando a unos diez metros, desde lejos, me pareció que nos hacía un gesto de tranquilidad, como queriendo hacernos entender que no había problema, que los verdes eran de fiar.

—Me cago en mi puta cabeza, Pitusa. Este tío es oligofrénico.

—Vaya, ni hablar, no. Lo que pasa es que está fatal de la cabeza.

—Y tú a lo suyo, riéndole las gracias.

—Jojojo —dijo Pitusa, pero la fricación no era risa.

—Prepárate —argumenté con extensión suficiente—. Que voy con todo un arsenal.

La agarré por los cuernos. La situación, digo, porque Pitusa seguía luciendo coletas. Y es que cuando Pitusa se pone terca yo me pongo más, como si me inyectaran una buena dosis de odio en el conducto eyaculador. No me contuve una pizca. La metí en la tienda de campaña y le introduje el ápice.

—Jojojo —ahora era yo el descojonado, y seguía endiñando sin temor, con la intención de joder doblemente, ración que no conseguía completar, verbo que no conjugaba o, si lo hacía, no llegaba ni a la primera persona del plural, es decir, si es que lo escribo: ni hasta la puta mitad.

—Jojojo —arengaba Pitusa mi odio, y me espoleaba como si fuera un penco. Dilucidemos quién demonios porta el cetro en este trono, parecía decir.

Corchete:

[Le caían unos copos de los ojos como iglús, fragmentados en ladrillos de hielo. Uno de los copos contenía un esquimal muy amable que me ayudó a embestir en línea con un trineo lleno de perros de mirada azul-glaucosa. Pero era el mismísimo esquimal el que ladraba y los mismísimos perros los que le azotaban con varas de olmo. Hay que joderse lo bien que piensa uno cuando inserta la verga].


El muerto.

El caso es que a Pitusa le gustaba disimular y nos pusimos a lubricar pensando todavía en el cadáver, lo que roza la necrofilia, cosa que nos preocupó. Pero de eso hablamos justo después, ya menos preocupados, con un cigarrillo en la mano.

—Necrófila —dije.

Bromeaba. Un insulto muy mío. Pitusa se lo tomó por las bravas. Fumé.

—Ni se te ocurra volverme a pedir que me haga la muerta —dijo, fumó, lanzó la colilla sobre mi cuerpo.

—Que te hagas la dormida —apagué mi camisa por la vía rápida—. Eso es lo que siempre te pido.

—Pues llevo entendiéndote mal desde que nos conocimos. Eres muy normal, chocho viejo.

Asentí. De pronto, sólo le sacaba dos meses. Defendí mis intereses de esta forma:

—Habló de puta la Tacones —ataqué mi adolescencia—. Y se dice viejo chocho, lo otro se lo cuentas a la madre de tu madre.

—¡Qué poco aventurero eres!

Por la mañana, al día siguiente, fuimos directos a la garita y lo hicimos, para nuestra desgracia, sin desayunar. Sombrero nos recibió con un plato de jamón recién cortado.

—¿Es eso un estómago vacío? —le preguntó a Pitusa incidiendo con su dedo en un ombligo de mi propiedad. Luego el dedo cambió de sitio y vino a dar con mi propio ombligo, que también era mío.

—¿Habéis desayunado? —preguntó mostrando el cuchillo con el que había cortado el jamón.

—Maldita sea, sí. Unos bollos enormes.

Eran dos trisílabas pero Pitusa y yo, sin habernos puesto de acuerdo previamente, las pronunciamos como cantando de miedo, a la vez, y todavía estuvimos a punto de vomitar los bollos que no nos habíamos comido y los bollos que no nos comeríamos en las próximas cien jornadas.

¿No estaba sangrando por la punta ese cuchillo?

—¿Está bien curado ese jamón? —me imaginé preguntando.

Tenía mis recelos. Cualquiera en sus cabales, con sus cables conectados, se habría preguntado de dónde huevos cagó Sombrero ese cuchillo y para qué lo había utilizado antes de rajar la pata.

—Nunca estuvo enfermo —dijo Sombrero, que también imaginaba por su cuenta—. Ni siquiera cuando era porcino.

Estudió a Pitusa de izquierda a derecha y le preguntó si estaba preñada.

—Por la náusea —añadió, y luego, dándome un codazo en la costilla, me dijo:

—Campeón.

—No será ese cuchillo […] —principié a decir, pero Sombrero no permitió que diera cuenta de la frase. Lancé mis ojos hacia su mano, que se reflejaron, atónitos, en la hoja de brillante metal.

—No, amigo. Éste es otro cuchillo —dijo.

Y luego nos contó la historia del muerto.



2 comentarios:

Unknown dijo...

Joer,qué bueno. Aplaudo.

El Kafkiano dijo...

Se agradece el comentario, Esgarracolchas.